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El próximo 8 de marzo se está organizando una huelga de mujeres en más de 30 países del mundo. Un día sin mujeres, lo están llamando algunas organizaciones. Uno de los propósitos de este paro es visibilizar las múltiples contribuciones que realizan las mujeres a la sociedad. Entre ellas, las labores de cuidado, mismas que desproporcionadamente aún caen sobre sus hombros (en México, según el INEGI, las mujeres realizan el 77% de estas labores que, según la misma institución, equivalen al 24.2% del PIB nacional). La invitación es a que el 8 de marzo las mujeres se rehúsen a realizar esas funciones. Nada de cocinar, lavar, limpiar, comprar, organizar, coordinar, planchar, vestir, escuchar, apapachar, coger, consolar (según sea la relación de la que se trate). ¿Suena trivial? Quizá. Pero la realidad es que estos cuidados son lo que permiten el desarrollo de nuestras vidas. Tanto que muchas mujeres no pueden parar porque saben que quienes dependen de ellas verían sus vidas en riesgo. Parece que es más fácil paralizar una fábrica que una casa con niños. Qué estructural es el asunto del cuidado que la misma protesta política se revela por lo que es: un privilegio de quienes no tienen que estar pendiente del cuidado de alguien más. Ser un ciudadano activo depende de que no se tengan esas “preocupaciones” cotidianas. Qué cabrón.
Desde aquí, son varias las preguntas que esta huelga provoca: ¿Qué nos da, a las personas, el cuidado? ¿Qué le proporciona el cuidado a la sociedad? ¿Cómo valoramos el cuidado? Si el cuidado es tan fundamental, tan básico, tan necesario: ¿cómo lo valoramos? ¿Lo compensamos, de alguna forma? ¿Lo procuramos? ¿Lo pagamos? ¿Lo premiamos? ¿Lo vemos, siquiera? Y, fundamental: ¿qué hace posible que alguien sea cuidado?
Para responder estas preguntas, lo primero que es necesario, por supuesto, es ver al cuidado mismo. ¿Qué es el cuidado? ¿Qué abarca? Para Joan C. Williams, una jurista feminista, el “trabajo de cuidado” puede abarcar distintos tipos de trabajo.
Está, por supuesto, el trabajo que se hace en la casa: barrer, trapear, tallar, secar, lavar, planchar, acomodar ropa, cocinar; está el trabajo en los jardines o patios; está el arreglo de todo lo que se descompone, o se tira, o se rompe.
Está lo que llama el “manejo del hogar”: ¿quién coordina los horarios para que siempre haya alguien que recoge a los niños y niñas de la escuela? ¿Quién se asegura de que haya alguien para recibir a los de los servicios (cablevisión, paquetería, basura)? ¿Quién saca las citas para el cuidado de la salud (dentista, médico, etc.)? ¿Quién va a la escuela para recibir las calificaciones? ¿Quién se encarga de conseguir que los niños y niñas tengan actividades y de que vayan a ellas? Eso es tiempo, dice Williams; tiempo que, en cualquier empresa, es reconocido como trabajo y se recompensa con un pago. ¿Por qué si se hace en la familia no es así?
Está, en tercer lugar, lo que Williams llama “desarrollo del capital social”. Esto incluye el mantenimiento de relaciones familiares. ¿Quién se encarga de que se felicite a la abuela en su cumpleaños? ¿Quién organiza las fiestas de los niños o sus “citas de juego”? Eso implica iniciar una red de amistades, de relaciones. ¿Quién organiza las fiestas de trabajo? ¿Quién está pendiente de los eventos sociales a los que hay que ir para formar parte de una comunidad? (Vecinal, empresarial, etc.) Williams reconoce cómo, en familias de estratos económicos altos, las esposas muchas veces se dedican a labores para “desarrollar el estatus” de sus maridos: acuden a clubs, a juntas, a organizaciones, a fundaciones, a caridades todo con el propósito de darles a ellos un mayor estatus en el trabajo, en la comunidad. ¿Se reconoce ese trabajo? A veces este trabajo no se concentra en la pareja, sino en los hijos y las hijas: madres que están en las juntas de padres de familia; madres que organizan eventos en la escuela; madres que se involucran en todas las actividades extracurriculares de sus hijos. Williams afirma: en Estados Unidos (al menos), “a los hijos cuyos padres están involucrados en sus escuelas, les va mejor en la escuela”. ¿Todo ese esfuerzo, se ve? ¿Se reconoce? ¿Cómo?
Williams conceptualiza al “trabajo de quienes tienen una enfermedad” como un cuarto tipo de trabajo. Los niños se enferman, por lo general, dice Williams, cuatro veces al año. ¿Quién los lleva al médico? ¿Quién va a la farmacia a comprarles las medicinas? ¿Quién les hace la comida especial que muchas veces requieren? ¿Quiénes están ahí pendientes de si tienen calentura o no? Si la pareja se enferma; si los papás se enferman: ¿quién los cuida?
Está también lo que Williams llama el “cuidado”, simple y llano (daycare): si se tienen a niños o niñas pequeñas, alguien tiene que vigilarlos todo el tiempo. Que no se caigan. Que no quemen algo. Que no rompan algo. Un tipo similar de cuidado puede requerir una persona mayor o con alguna discapacidad. ¿Quién tiene el tiempo de estar ahí?
Por último, está lo que Williams llama “trabajo emocional”. Si un niño se raspa la rodilla jugando, ¿a quién le va a llorar? ¿A quién le corresponde estar al pendiente de un adolescente, de sus cambios, de sus avances, de cómo se estanca? ¿A quién le toca consolar a una viuda, a una recién divorciada, a una chamaca con el corazón roto? ¿Quién acompaña al padre que acaba de enterarse que tiene cáncer? ¿Quién consuela a quien se acaba de quedar sin trabajo? ¿Vemos todas esas horas que invierten en escucharnos? ¿En apapacharnos? ¿En animarnos? ¿En incitarnos? ¿En procurarnos? ¿Nos damos cuenta que sin ese cuidado, sin esa paciencia, sin ese cariño, nuestra vida sería distinta?
Williams propone separar todos estos distintos tipos de cuidado para poder tener distintas discusiones de manera más clara. Primero: cuando se separa así el cuidado, cuando se conceptualiza así, resulta más obvio que no es algo que necesariamente tenga que ser realizado por “la familia” —ni, dentro de esta, por las mujeres (los hombres pueden limpiar, trapear, cocinar, cambiar pañales, organizar horarios, hacer citas, recibir paquetes, consolar, escuchar, apoyar…). De hecho, reconoce Williams, muchas de las labores aquí reconocidas se pueden delegar al “mercado” o al Estado mismo. ¿Por qué hemos decidido que muchas de estas funciones recaen sobre la familia —y, dentro de esta, sobre las mujeres? ¿Qué ganamos con ello? Y, fundamental también: ¿qué perdemos? Cuando el sistema laboral, por ejemplo, está basado en la idea de que el cuidado recae sobre la familia, ¿qué pasa con nuestras vidas laborales y afectivas? ¿Cómo sería distinta nuestra vida si lo laboral incorporara la vida familiar de los y las trabajadoras como una realidad?
Y esto lleva al segundo punto fundamental: ¿qué es lo que hace posible que alguien sea, de hecho, cuidado? ¿Qué se requiere para que alguien pueda cuidar? ¿Qué se requiere para que alguien pueda estar en casa? ¿Qué recursos tienen las familias en las que las cabezas tienen que trabajar para sobrevivir? ¿Todas las personas reciben los mismos cuidados? ¿O el cuidado también depende de la clase? ¿O el cuidado también depende, entre otros aspectos, del género mismo? (O de la edad…) Las personas trans son, muchas veces, expulsadas de sus casas. La familia heteronormativa le “falla” a muchas personas: cuida solo a las que estima “dignas”. Y ante eso: ¿qué vamos a hacer? El cuidado en sí mismo depende de un sistema. ¿Lo vemos?
Lo que ofrezco apenas es un esbozo de las múltiples conversaciones que se podrían estar teniendo gracias al paro que se propone para la próxima semana. Hay que tenerlas. Hay que ver todo lo que hace posible que estemos vivos, vivas. Hay que ver a las personas —y los entramados— que hacen que nuestras vidas sean posibles. Hay que responder a la pregunta: “¿y a ti quién te cuida?” Y ver.
P.D.
En la CDMX, se ha organizado un paro para el miércoles, 8 de marzo, en el Ángel. Habrá un plantón de 12-5 p.m. Y luego una marcha del Ángel al Hemiciclo a Juárez de 5 a 7 p.m. Vayan, si pueden. Si no pueden, difundan la información de cualquier forma. Si no pueden ir, vean de qué otra manera hacen visible esta exigencia.