Esta semana, mi colega y analista colombiana Catalina Ruiz Navarro ha revivido la discusión sobre la posibilidad de que los hombres sean feministas con su última columna. Digo “revivido” porque es una constante dentro de las discusiones sobre feminismo que tiene que ver con el papel que juegan y, más importante aún, pueden jugar los hombres en el desmantelamiento del sistema de género. También esta semana, Buzzfeed México recomendó una de las joyas que han surgido recientemente desde el feminismo mexicano: la cuenta de Nacho Progre, creada por Cynthia Híjar y Carmina Warden, que es una parodia de los machos progres. Leídas en conjunto, estas “obras” apuntan a varias reflexiones precisamente sobre el papel que juegan y pueden jugar los hombres dentro del feminismo que me parecen interesantes.
Nacho Progre es una crítica a los hombres que, asumiéndose progresistas o incluso feministas, de cualquier manera replican el machismo en su día a día. ¿De qué formas? De muchas. Por ejemplo: cuando “apoyan” la “causa de las mujeres”, pero creen que la opresión por género debe ceder a la de clase como eje principal de la lucha. El “machismo” se les sale, por ponerlo de alguna manera, en cómo entienden el “problema” de la opresión: el género, si aparece, nunca termina de ser realmente relevante. Este “machismo” teórico —por llamarlo de alguna forma— puede también manifestarse en el liberalismo de algunos hombres que reducen muchos de los problemas que denuncian actualmente las feministas a meras “elecciones” de las mujeres. Por ejemplo: ¿La repartición desigual del trabajo doméstico? Decisión de las mujeres. (¡Quién se los pidió! ¡Podrían no hacerlo y ya!) ¿La falta de mujeres en la política? Decisión de las mujeres. (¡Si es que no quieren entrarle a los trancazos!) ¿La ausencia de mujeres en ciertas profesiones (como las ciencias)? Decisión de las mujeres. (¡Es que les gusta más la psicología o el diseño de interiores!) Tanto el “machismo de izquierda”, como el “machismo liberal” ha sido criticado por décadas por infinidad de feministas. (Este texto de Catharine McKinnon es, de los que he leído, uno que trae las críticas bien diseccionadas.)
Luego está el machismo no necesariamente “teórico” (de nuevo: por llamarlo de alguna forma), sino que se manifiesta en las prácticas de los hombres. Una de las constantes denuncias de las feministas que sí han participado en movimientos “de izquierda”, es cómo quedan excluidas de la lucha “política” y quedan reducidas a ser cuidadoras (son las que limpian, cocinan, acompañan, etc.), que, si bien es un trabajo necesario para la lucha (y para todo: el mundo no podría funcionar sin el trabajo de cuidado), siempre queda invisibilizado. Los “grandes revolucionarios” lo son en todo menos en cómo tratan, de hecho, a las mujeres.
Los ejemplos que va encarnando Nacho Progre de cómo los “hombres feministas” replican el machismo son muchos más de los que estoy señalando. Si acaso el último que me gustaría mencionar —y que es en el que Ruiz Navarro se enfoca– tiene que ver con cómo se aproximan al feminismo y a las feministas mismas. Cuando fue la marcha en contra de las violencias machistas del pasado 24 de abril en la Ciudad de México, se suscitó una gran discusión a partir del hecho de que algunos grupos feministas le pidieron a los hombres que no asistieran o, que si iban a asistir, se fueran a la parte de atrás de la marcha. Las razones que dieron —porque sí las dieron— fueron varias.
Para unas, le petición tenía que ver con una cuestión de seguridad: temían que los hombres que las habían violentado —sus ex parejas, ex amigos, ex jefes— se fueran a apersonar en la marcha. Y esta pesadilla, a varias, se les cumplió. Fue terrorífico leer la angustia de algunas de estas mujeres, buscando apoyo en redes, tratando de descifrar qué hacer. Su espacio seguro, vaya: su espacio de denuncia había sido ultrajado precisamente por quien las había violentado. Y, lo peor, estos hombres que las habían violentado aparecían como aliados, como los “grandes hombres feministas” que querían denunciar el machismo. Pienso en otras marchas de tiempos recientes y no puedo pensar en una sola en la que quienes son señalados como gran parte del problema formen parte de quien denuncia. ¿La marcha del 20 de noviembre de Ayotzinapa? Me parece que había una clara diferencia entre “la ciudadanía” y “el Estado”. Y a quienes forman parte del Estado, por lo general se les puede identificar (los policías son el ejemplo más claro de ello). Si aparecen —porque sí aparecen—, la distinción es clara. En la marcha en contra de las violencias machistas, en cambio, no era así. Y ahí es donde me quedó más que claro: el amigo progre de una bien puede ser el macho violentador de otra.
Para otras feministas, la petición de que los hombres permanecieran en los márgenes tenía que ver con algo muy puntual: la posibilidad de que se volvieran los protagonistas del evento. Las feministas han sido sumamente críticas de cómo mucho de lo que ellas dicen es constantemente atacado y descalificado, hasta que lo dice un hombre. Son ellos los que legitiman, socialmente, los reclamos feministas y esto, en sí, es una manifestación más del machismo. La petición de que los hombres permanecieran callados (“que no dieran entrevistas”) o de que permanecieran hasta atrás (para que no se convirtieran en la imagen de portada de la marcha) tenía que ver con evitar eso: que fuera su voz y su presencia la que legitimaba el reclamo. Lo que se buscaba era que si la marcha iba a ser validada, lo sería porque la palabra de las mujeres –de las miles que marcharon y que se manifestaron en redes con #MiPrimerAcoso– era tomada en serio.
Creo que la petición de estos grupos feministas se convirtió en un gran examen para ver quién estaba entendiendo el reclamo. Quién, más aún, se molestaba siquiera en leer, en tratar de entender. Para mí, no se trataba de un “capricho”. Al menos las dos razones que he identificado me parecen más que válidas. ¿Discutibles? Todo es discutible en esta vida. Pero ahí está el punto: ¿a quién se le discute, cómo y por qué?
Mi mundo se dividió en dos: los hombres que leyeron la petición y buscaron entenderla. Si generaban un diálogo, era de la manera más modesta posible, para no distraer la atención de lo que era, en esta ocasión, el problema que suscitó todo el movimiento y que era la denuncia principal: la violencia brutal que estaban denunciando las mujeres. ¿Tenían dudas? ¡Por supuesto que tenían dudas! ¡Ya si no! Trataron de allegarse de la mayor información posible, leyeron cuanta crítica feminista pudieron encontrar y, con la información en mano, tomaron su decisión: ¿irían o no? Y si sí, ¿en calidad de qué?
Luego estaban los hombres que no se molestaron en leer las razones. O no a cabalidad. O que si sí, de cualquier manera consideraron pertinente emplear su tiempo en ir a criticar a estos grupos feministas o, típico, a El Feminismo (porque cualquier desacuerdo con feministas tiende a ser convertido en un problema de El Feminismo). Exigían “congruencia”. (¿Cómo si estaban desmantelando el sexismo estaban juzgándolos “solo por el cuerpo con el que nacieron”?) Exigían “explicaciones”. (¿¡Qué se supone que debían hacer entonces?! ¡¿Cuál era su lugar?! ¡¿Su papel?!) Se exculpaban. (¡No es su culpa que los medios le presten más atención a la palabra de un hombre! ¡El protagonismo es involuntario!). Y el efecto, el resultado fue precisamente el que se supone que un “feminista” no querría: la atención dejó de estar en la violencia machista que estaban denunciando miles de mujeres y se concentró en los hombres.
Desde entonces no he dejado de pensar en analogías a lo que ocurre cuando el papel de los hombres dentro del feminismo es cuestionado. Justo ahora, que he estado tratando de seguir lo que ocurre en Estados Unidos en torno a la lucha en contra del racismo (particularmente en torno al abuso policíaco), he visto que se replica este fenómeno entre blancos y negros. Una de las denuncias constantes de quienes forman parte del movimiento #BlackLivesMatter (#LasVidasNegrasImportan) es que los blancos terminan por ser los protagonistas de los eventos, de las discusiones, de la lucha. El problema, por lo tanto, no son solo “los racistas”, sino los supuestos aliados, los “buenos blancos”, siempre tan bienintencionados (este artículo es particularmente ilustrador de la crítica). La diferencia entre un racista y otro es, quizá, de grado o de intención, pero no de resultado: ambos terminan por marginar, excluir e invisibilizar a las voces y vidas de las personas negras.
Las denuncias criticando el papel de los blancos en la lucha en contra del racismo están argumentadas. Y la petición es sencilla: que los blancos primero se callen y reflexionen sobre las maneras en las que replican el racismo (las múltiples denuncias se encargan de dar una infinidad de ejemplos) y que, una vez reflexionando, piensen en el papel que pueden jugar para desmantelar el racismo (las denuncias también se encargan, en su mayoría, de proporcionar maneras de incorporarse a la lucha). Y digo “petición” porque ese también es parte del punto: no se puede imponer algo así. No ser “bienvenido” en un espacio o que me pidan que me calle y que reflexione sobre cómo estoy actuando porque estoy lastimando a alguien no es lo mismo a que me excluyan o a que me censuren. Las feministas no tenían el poder de excluir a hombres de la marcha (¿o cómo se supone que iban a hacerlo?), como la comunidad negra no tiene el poder para silenciar a los blancos.
Pero volvemos a lo mismo: ante estas críticas, ¿qué hacemos? ¿Nos indignamos porque nos sentimos excluidos o regañados? ¿Le dedicamos más tiempo a criticar a quienes nos critican, que a quienes se supone que deberíamos estar criticando desde nuestro supuesto compromiso con el feminismo o con la lucha anti-racista? ¿Cómo respondemos? Más allá de nuestras intenciones.
Y ese es uno de los grandes puntos: la intención no lo es todo. Y en esto, no hay mejor ejemplo que el mismo feminismo. Como he escrito en otro momento: hay múltiples pugnas dentro del feminismo. Desacuerdos, divisiones, hasta “guerras”. Y una de las constantes problemáticas que ha surgido dentro del feminismo es la manera en la que las mismas feministas discriminan. A las feministas también “se les sale” —en la teoría y en la práctica— lo machistas, lo clasistas, lo racistas, lo heteronormativas, lo capacitistas… Si una persona crece en un sistema basado en la discriminación por género, por raza, por clase, por nacionalidad, por capacidad, etc., lo raro sería que ese sistema, que termina por encarnarse en cada una de nosotros, no se manifestara.
A mí me pasa a cada rato. Si recuerdo lo que solía pensar a mis quince años, viviendo en San Pedro Garza García —la tierra de Cindy La Regia, el ejemplo de la discriminación que propician las mujeres blancas privilegiadas en México—, me avergüenzo. He discriminado de todas las formas en las que se puede discriminar. Directas e indirectas, conscientes e inconscientes, queriendo y sin querer. Y no es necesario irme tan lejos: al día de hoy no dejo de encontrar maneras en las que estoy discriminando. ¿Y cómo lo sé? Porque leo, porque lo escucho, porque me lo dicen: porque el movimiento por los derechos de las trabajadoras domésticas me confronta con mi colonialismo y clasismo (¡pero si sí le pago aguinaldo!); porque el movimiento por los derechos de las mujeres indígenas me confronta con mi protagonismo y mi privilegio (¿qué diablos hago yo hablando de mujeres indígenas?); porque el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad me evidencian a qué grado hay realidades en las que ni siquiera pienso (¿capacitismo? ¿qué es eso? ¡qué sigue! ¡qué manera de atomizar los movimientos!) Y lo único que he aprendido con los años es que voy a seguir discriminando. ¿Por qué? Porque si el sistema de discriminación funciona adecuadamente, todo está diseñando para que yo no me entere de las maneras en las que discrimino. ¿O cómo me voy a enterar si la discriminación implica que quien la padece no tiene muchas veces ni siquiera el poder de denunciar o de hacer que esa denuncia sea escuchada? A veces, por cambios complejísimos y tardados, las voces de las personas excluidas y marginadas y explotadas y oprimidas y discriminadas logran filtrarse a nuestra burbuja de privilegio. Y ahí está la pregunta: ¿qué diablos vamos a hacer?
¿Reclamarle, por ejemplo, a las trabajadoras domésticas porque por qué hacen que parezca que todas las patronas son malvadas cuando algunas no lo somos? ¿Recordarles que no hay trabajo sin “trabajador y patrón” y que nos tienen que tener de aliadas porque qué bárbaras si no, qué clase de divisionismo es ese? ¿Exigirles que se articulen de manera “perfecta” para que quienes ostentan el poder no se incomoden tanto porque luego que “por qué las discriminan”? Espero que el clasismo y el privilegio de mi posición resulte evidente. No me imagino en qué universo escribir algo así no solo no me ganaría una etiqueta de “clasista” (vaya: hasta “clasista de mierda” sería más que merecido), sino que me lloverían aplausos por cómo le digo “las verdades al movimiento de las trabajadoras domésticas”. Aunque si eso pasa con el feminismo y el anti-racismo, ¿qué me hace saber que no ocurre ya algo así, verdad? Quizá vivo tan inmiscuida en mi privilegio y en mis temas, que ni me he dado cuenta.
El feminismo, para mí, no es un punto de llegada, sino un punto de partida: es una forma de cuestionarme constantemente que nunca, nunca acaba. Nunca, jamás voy a tener todas las respuestas. Nunca, jamás voy a entender a cabalidad el problema. ¿Por qué? Por cómo está diseñado el sistema. Todo está hecho para que yo me quede cómoda y no me entere de nada; y para que quien osa cuestionarlo sea descalificada o callada. Esto implica que tengo que hacer un esfuerzo no solo por “no discriminar”, como hoy entiendo “no discriminar”, sino que tengo que buscar activamente las formas de cuestionarme y tratar de desmantelar el sistema. Y esto pasa por revisar mi mismo activismo. Cómo trato a quienes no gozan de mis privilegios. Cómo me posiciono en el mundo y disfruto y me beneficio de mis privilegios. Qué hago con ellos. Y qué hago si me cuestionan, si me denuncian, si me critican. ¿Me pongo a la defensiva o escucho? ¿Descalifico o busco, genuinamente, entender? ¿Cómo busco entender? ¿Monopolizo el debate o trato de encontrar otras alternativas menos protagónicas, menos exigentes, de comprender lo que me dicen? Insisto: la intención no es todo. Y ante eso: ¿qué voy a hacer?