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Gracias a Sandra Barba, que en meses recientes se ha dedicado a publicar sus indagaciones en iconografía política en Letras Libres, descubrí un texto de la historiadora del arte Linda Nochlin, titulado: «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?» Es una lectura obligada para quien tenga interés no solo en la historia del arte, sino, por supuesto, en el tema de la desigualdad de género. ¿Por qué? Por cómo Nochlin aborda la interrogante. No se dedica a «rescatar» a las «grandes artistas» de la historia —que es lo que muchas feministas han hecho—, tratando de comprobar que existen. Ni intenta argumentar —como otras feministas lo han hecho— que el canon con el cual han sido juzgadas muchas de las artistas ha sido uno «masculino», lo que ha impedido que sus estilos, específicamente «femeninos», sean reconocidos adecuadamente. Para Nochlin, estas dos aproximaciones son problemáticas, principalmente porque no cuestionan lo que para ella es el corazón del asunto: las condiciones políticas, económicas y sociales en las que se produce el arte.
Dadas estas condiciones, afirma Nochlin, lo extraño sería que hayan existido mujeres artistas extraordinarias. Pero este, al final, no es el caso de la historia del arte: no existe el equivalente femenino de un «Miguel Ángel o Rembrandt, [de un] Delacroix o Cezanne, [o un] Picasso o Matisse». Lo importante, más bien, es insistir en la causa de esto: «la falla no yace en nuestras estrellas, nuestras hormonas, nuestros ciclos menstruales o nuestro espacio interno vacío, sino en nuestras instituciones y educación.»
Nochlin toma un ejemplo muy sencillo, pero ilustrador, para explicar a qué se refiere: el caso del desnudo masculino. Entre el Renacimiento y el fin del siglo XIX, el estudio detallado del desnudo —especialmente el masculino— era esencial para la producción de cualquier trabajo que tuviera una pretensión de grandeza. Era la última etapa de la educación de cualquier aprendiz de arte, después de haber dominado otras técnicas y materias. La privación de este entrenamiento era una condena a quedar restringido a trabajar en las áreas «menores», como la del retrato, el paisaje o la naturaleza muerta que, en esa época, no eran tan respetadas. Hasta 1893, las mujeres no eran admitidas en la academia de arte de Londres a los espacios de este aprendizaje. Y después de esa fecha, si lograban el acceso, el modelo masculino tenía que estar parcialmente arropado. ¿Cómo podían ser grandes artistas si les estaba vedada la educación a lo que constituía la muestra por excelencia del genio artístico?
Si se analizan otras dimensiones del mundo del arte —como el sistema de aprendices o el circuito de concursos (que en la Francia del siglo XIX era necesario para el éxito)—, lo sorprendente es que las mujeres siquiera intentaran ser artistas. Todo estaba diseñado para que solas se excluyeran, dada la imposibilidad real de avanzar. El enfoque en las condiciones reales de producción es lo que también permite explicar por qué, por ejemplo, existieron muchas más mujeres que innovaron en la literatura, a diferencia del arte. «Mientras que el arte ha requerido aprender técnicas y habilidades específicas —en una secuencia particular, en un contexto institucional fuera del hogar, así como una familiaridad con un vocabulario específico de iconografía y motivos—, esto no es cierto para el poeta o novelista. Cualquier persona, incluso una mujer, tiene que aprender el lenguaje, puede aprender a leer y escribir, y puede traducir experiencias personales al papel en su casa.» Si bien, concede Nochlin, esto es una sobresimplificación, da de cualquier manera una pista a porqué existió una Emily Dickinson o una Virginia Woolf, pero no sus equivalentes en las artes visuales.
Leyendo a Nochlin, no pude más que pensar en la importancia del «género» como una categoría de análisis. Y cómo, a su vez, ha sido tan mal entendido por tantas personas, especialmente quienes critican al feminismo. Son varios los textos con los que me he topado que sugieren que la contención básica del feminismo es que no existen diferencias naturales entre hombres y mujeres, sino diferencias sociales. Y que estas diferencias, para el feminismo, son las diferencias «de género». Articulada así, no sorprende que la idea cause un rechazo instintivo: «¿¡cómo van a proponer semejante disparate cuando evidentemente existen diferencias entre los hombres y mujeres?! ¡Mírenos! ¡Somos diferentes! ¡Vean nuestros cuerpos!»
El problema con esta reacción es a lo que reacciona: una idea que, hasta donde yo sé, no ha sido sostenida por nadie. El concepto de «género» no fue propuesto para negar diferencias entre los cuerpos de las personas, sino para cuestionar que estas diferencias corpóreas fueran la razón detrás de la desigualdad social. La discusión feminista siempre ha estado conectada con la preocupación por la desigualdad social: con el hecho de que ciertas personas —y no otras— tienen acceso a ciertos bienes, espacios, servicios, premios, castigos, privilegios, prejuicios, roles y funciones. A por qué ciertas personas —y no otras— tienen que vestirse de cierta manera, amar de cierta manera, trabajar en ciertas cosas, estudiar ciertas cosas, vivir de cierta forma. La contención básica es que las diferencias en cómo viven las personas —a qué ropa, educación, trabajo, vivienda, salud y vida familiar tienen acceso— no depende de «la naturaleza», sino de arreglos sociales, económicos, políticos y jurídicos. El ejemplo de Nochlin es uno muy sencillo: no hay «grandes artistas mujeres» no porque no tengan la capacidad fisiológica para ello —la tienen—, sino por las oportunidades reales que han tenido de acceder el mundo del arte. La diferencia entre hombres y mujeres en el ámbito de lo artístico —que es real— es de género, esto es, resultado de factores institucionales, no naturales. El concepto de género sirve para explicar las diferencias sociales, no para negar que existan diferencias biológicas.
Valgan más ejemplos para ilustrar a qué refiere el concepto de «género». La antropóloga Jane Collier se dedicó a estudiar al municipio de Zinacantán en el estado de Chiapas en dos distintos momentos: primero en 1966 y 1967 y después en 1997. En la década de los sesenta, la economía del lugar dependía principalmente de la siembra del maíz. Había una disponibilidad de tierra para las familias, producto de las reformas agrarias de los cuarenta y cincuenta. En este contexto, un factor fundamental para la producción era la mano de obra, lo que representaba un incentivo para tener una familia numerosa. En esta lógica, eran tan importantes los hombres que trabajaban en el campo, como las mujeres que, además de embarazarse, cuidaban a los niños y niñas que se convertirían en los futuros trabajadores de la unidad doméstica. Las mujeres, además, eran necesarias porque eran las encargadas de hacer la ropa y preparar la comida que le permitía a los hombres ausentarse por semanas, recogiendo el maíz. Las familias «exitosas» eran las que tenían a un ejército de parientes trabajando en la producción del maíz.
En los noventa, la economía era otra. El trabajo agrícola había cambiado: ahora requería de insumos costosos (máquinas, fertilizantes y defoliantes comerciales), más que de mano de obra. Por esto, no todas las familias pudieron seguir sembrando. A su vez, las actividades más lucrativas eran los camiones y el trabajo en mercado. Algo que también requería de una fuerte inversión, por lo que la comunidad comenzó a dividirse en clases: los que tenían capital y los que solo podían acceder a un trabajo asalariado. En este nuevo contexto, dejó de ser visible la «aportación» de las mujeres a la «economía del hogar»: los que trabajaban —los que manejaban el camión, laboraban en el mercado o en las tierras de alguien más— eran ellos, no ellas. También dejaron de depender de ellas para comer y vestirse, gracias a la facilidad con la que podían acceder a esos productos en las tiendas o restaurantes fuera de casa (viva «el mercado»). La importancia, función y lugar de los hijos e hijas también cambió: de ser los futuros «trabajadores» de la unidad doméstica, pasaron a ser una «carga» más. De esta manera es que los cambios económicos afectaron las dinámicas familiares: el valor de cada uno de sus miembros y, por lo mismo, las posibilidades de vida a las que tenían acceso. Collier da dos ejemplos de cómo esto afectó de manera negativa a las mujeres.
Antaño, si una mujer era agredida por su pareja —muchos de los casos judiciales que Collier estudió tenían que ver con este supuesto—, tenía la posibilidad de salirse de su casa e ir a otra: la de sus parientes. La mujer era bien recibida en este hogar porque representaba un par de manos más para trabajar, dada la lógica laboral del campo. Con el cambio económico, las mujeres dejaron de contar con esta posibilidad, ya que, más que aportar, vendrían a ser una «carga» para este hogar. Esto cambió los incentivos tanto para agredir, como para aguantar las agresiones. Cambió, en otras palabras, las vidas que de hecho podían desarrollar los hombres y las mujeres, los recursos con los que contaban para violentar y protegerse de la violencia. Esta diferencia —en poder— no es natural, sino de género. O sea: social. No es que los hombres «naturalmente» son agresores y que las mujeres «naturalmente» son víctimas, sino que el acceso a los recursos que tienen garantizan que acaben en uno u otro supuesto. (Si la fuerza o el tamaño fueran los únicos factores que condicionaran el sometimiento de una persona, ¿cómo explican que un solo hombre —el «amo»— pudiera dominar a grupos numerosos de esclavos? La fuerza y el tamaño pueden importar, en ciertos contextos, pero no lo es todo.)
El otro ejemplo que da Collier está relacionado. En la nueva economía, las mujeres no contaron con las mismas posibilidades de insertarse al mercado laboral que los hombres. ¿Por qué? Por la misma discriminación de género. ¿Mujeres dueñas de capital? ¿Mujeres propietarias? ¿Mujeres camioneras? ¡Impensable! («Se daba por hecho», cuenta Collier, «que cualquier mujer que viajara de un lugar a otro para vender mercancías debía tener amantes, al igual que una mujer casada que trabajara fuera de su hogar debía ser infiel.») Las actividades a las que tenían acceso —tejer para turistas, criar gallinas o cerdos— proporcionaban poco dinero. El mismo mercado (y la heteronormatividad, podríamos agregar) garantizaba que las mujeres tuvieran que depender de un hombre, so pena de vivir en la pobreza, al mismo tiempo en el que los hombres tenían el incentivo opuesto: no tener dependientes. En este nuevo contexto, las mujeres comenzaron a acudir, como nunca antes, a los tribunales familiares para exigir el pago de la pensión alimenticia.
Según Collier, además de la economía, el mismo modelo de «masculinidad exitosa» cambió. En los sesenta, «un hombre lograba el respeto de los otros al ser un productor de maíz exitoso, lo cual lograba manteniendo una familia grande, saludable y armoniosa. […] En cambio, en los años noventa la aparición de divisiones de clase en Zinacantán trajo consigo un modelo alternativo de masculinidad exitosa: un hombre próspero que tenía camiones, puestos de mercado o invernaderos era envidiado por los bienes de capital y consumo que podía adquirir.» Conforme a este nuevo estándar, los hombres tenían que decidir en qué gastar su dinero: ¿en adquirir bienes (o capital) o en darle de comer a su familia? Collier menciona un caso en el que un hombre que trabajaba como chofer era incapaz de proveerle lo suficiente a su familia para comer. El juez le sugirió que dejara ese trabajo y se fuera al terreno de su padre, donde podía asegurarle lo básico a su familia. «Al chofer le parecía espantosa la idea. Se resistía a abandonar la vida sencilla y prestigiosa de un chofer a cambio del trabajo arduo, solitario y no remunerado de campesino junto a su padre.» Valga este ejemplo para ver cómo lo social condiciona no solo las vidas que desarrollan los hombres y las mujeres, sino cómo se definen los hombres y las mujeres. Qué se considera un «verdadero» hombre (o una «verdadera» mujer), también depende de lo social, porque en sociedades como la nuestra, el «ser» un «hombre» (o una «mujer») rara vez solo alude a lo corpóreo.
El concepto de «género» es un lente que permite ver a la realidad con otros ojos: ahí donde algunas personas ven diferencias «naturales» que explican las desigualdades «sociales», con «el género» se ve, en cambio, una interrelación entre distintos sistemas que son producto del actuar humano, como la economía, la familia, la educación, los medios o el derecho. Si vemos a más hombres que mujeres estudiar física y matemáticas —esta es una diferencia social—, esto no se debe a que tienen «cerebros diferentes». Si vemos a más mujeres que hombres encargarse del cuidado de niños y niñas —esta es otra diferencia social—, esto no se debe a que tienen una «predisposición fisiológica» hacia el cuidado. Si vemos a más hombres que mujeres cometer delitos sexuales, no es porque sus cuerpos —desde la testosterona que corre por su sangre hasta el tamaño de sus músculos— están diseñados para ello. Sigo sin conocer una diferencia social que pueda ser explicada apelando exclusivamente a lo físico: las diferencias en el consumo (de juguetes, pornografía, novelas, series de televisión, video juegos…), en los estudios, los trabajos, la sexualidad, la reproducción, la vida familiar, la salud y hasta en la imagen propia se explican, de mejor manera, por lo social. Esto, de nuevo, no quiere decir que la diferencia física no existe, sino que es inadecuada o insuficiente para dar cuenta de la desigualdad social. Por supuesto, por ejemplo, que solo algunos cuerpos tienen la capacidad de gestar; y, por supuesto, que este puede ser un factor que afecta la vida sexual que se ejerce y la vida laboral que se puede desarrollar. Pero incluso esta «afectación» depende también de «lo social»: basta ver cómo el acceso a anticonceptivos y a guarderías hacen que el embarazo pase de ser una inevitabilidad y una condena a una posibilidad y un derecho. Un mismo hecho biológico puede significar algo distinto y tener un impacto diferenciado, dependiendo del contexto. El punto es analizar ese contexto.
Quizá hoy, más que nunca, importa insistir en la importancia del «género» como categoría de análisis, precisamente porque habitamos un mundo que dice estar comprometido con la igualdad. Uno de los efectos que esto ha tenido es que las barreras que antaño existían para el acceso a ciertos espacios y actividades cada vez son menos evidentes (al menos no tan evidentes como lo eran antes, que estaban tal cual consagradas en la ley), por lo que se requiere de un análisis mucho más fino y complejo para identificarlas. Decir que las desigualdades sociales son producto de los arreglos institucionales es revolucionario si se contrapone a la idea que sostiene que se deben a la «naturaleza». Pero una vez que esta última idea es abandonada, la labor no deja de ser menos sencilla: ¿qué arreglos institucionales, en concreto, producen qué desigualdades? ¿Qué «sistemas», interactuando de qué forma, resultan en ellas?
Pienso, por ejemplo, en la nueva generación de madres y padres que están tratando de educar a sus hijos e hijas libres de estereotipos de género. En lugar de pintar sus cuartos de rosa o azul, tratan de elegir otros colores que, en nuestro contexto, no tienen ese significado tan cargado de género. En lugar de comprar una muñeca o un soldado, tratan de darles un juguete más «neutral» (¿un rompecabezas?). Por más que se esfuerzan, sin embargo, muchos —no todos— de los niños y niñas acaban reproduciendo los estereotipos que se querían erradicar: ellas claman a las princesas y ellos a los balones de futbol. Ante este escenario, hay quienes están volviendo a las ideas viejas: ¡si yo no pude influir en esto —yo, que soy el padre o la madre—, tiene que ser innato! Pero hay que tener cuidado: la influencia de los padres y madres nunca ha sido —ni será— lo único que determina cómo un niño o niña va a crecer. El hogar más feminista palidece en un mundo machista. (Lo mismo aplica a la inversa: pobres de los padres y madres católicas que quieran criar vírgenes en este mundo sexual.) La familia, sin duda, afecta las vidas de las personas que crecen en ella; pero también está la escuela, los medios, la religión, la comunidad, la tecnología, el derecho y el mercado —por decir lo menos.
Si se quiere erradicar la desigualdad, es clave entender cómo se reproduce, ya que, de lo contrario, las intervenciones que se realicen para tal efecto serán inadecuadas o insuficientes. Pero esto debe hacerse con la conciencia de que no será una tarea fácil; todo lo contrario: es bastante compleja la manera en la que la desigualdad se recrea. Por ello, no solo hay que resistir el esencialismo —¡es que así son los hombres y las mujeres! ¡ellos no cuidan y ellas no venden! ¡ellos son fuertes y ellas son débiles! ¡ellos cargan el garrafón y ellas preparan la cena!—, sino el simplismo en general. No toda la responsabilidad recae sobre los papás, o los medios, o la policía, o las escuelas, o las empresas... Ni, por supuesto, todo recae sobre «una», a la que hay que «empoderar» para que, sola, cambie su lugar en el mundo. Es la interrelación entre distintos sistemas, instituciones, arreglos. Cómo se da, es lo que nos corresponde desentrañar.