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Dentro de las múltiples disputas que existen dentro del feminismo, la que no deja de ser crucial —y, por desgracia, actual— es la que se suscita a propósito de la importancia que juegan la clase, la raza, la nacionalidad y el colonialismo en el análisis. En otras palabras: es la disputa sobre cómo El Feminismo Blanco la riega y reproduce las mismas desigualdades que dice querer erradicar; o peor: reproduce desigualdades que ni sabe que existen. La conclusión que se deriva de una lectura de esta pugna es muy sencilla: «Lo feminista, chula, no te quita lo racista, clasista y colonialista». Lo que no es tan fácil —porque a ese grado hemos interiorizado estos regímenes de opresión y discriminación— es percatarse de que se está cayendo en los simplismos de El Feminismo Blanco, universalizando experiencias, invisibilizando realidades y reproduciendo desigualdades.
Las críticas a El Feminismo Blanco han provenido de varios lugares. (Y, bueno, dependiendo del diálogo, el mismo Feminismo Blanco recibe más calificativos, como el de burgués, colonialista o heterosexual, por poner solo tres ejemplos.) Están, solo para enumerar algunas, las críticas lanzadas por las feministas negras, las «mujeres de color» (que entiendo como un concepto más amplio que el de «negras»), las chicanas, las indígenas (que también varían de país en país), las musulmanas y las de Abya Yala (la forma en la que el pueblo Kuna llamaba a «América» antes de la colonia y que algunas feministas —entre otros grupos— han retomado para autodenominarse). Si bien existe una gran variedad en las críticas (en parte porque se enfocan en distintos —aunque muchas veces interrelacionados— fenómenos), hay algunos puntos en común que me gustaría rescatar.
La primera crítica básica al Feminismo Blanco es que pretende hablar en nombre de todas las mujeres. «Las mujeres», reza típicamente, «son oprimidas». «Las mujeres», sostiene, «son discriminadas». «Las mujeres siempre son las más jodidas: no importa el país, no importa la raza, no importa la clase: las mujeres siempre son las jodidas.» A partir de este «punto en común» entre las mujeres, se pretende que sea válido hablar como si la experiencia fuera similar para todas: universal. Algo que no parece problemático, hasta que una se adentra en los detalles y descubre que la experiencia desde la cual se generaliza es la de las mujeres blancas, por lo general de clase-media (y por lo general heterosexuales, no-migrantes y ciudadanas). No es cierto que todas las mujeres viven la discriminación de la misma forma; pero El Feminismo Blanco borra esta diferencia y, con ello, borra la experiencia de un grupo importante de mujeres.
Esta crítica al Feminismo Blanco no es tan nueva. De ahí que el mismo Feminismo Blanco, al menos como se presenta hoy en día, pretenda ya haber modificado su «error». Es común leer a feministas contemporáneas que hablan de la raza, la clase, la nacionalidad y el impacto de la colonia en la vida de las mujeres. El problema es cómo lo hacen: siguen concibiendo al género como la base de su análisis y las otras categorías se convierten en una sumatoria a la opresión. «Todas las mujeres sufren, lo que pasa es que la raza las hace sufrir más.» «Todas las mujeres son oprimidas, lo que pasa es que las pobres, están peor.» Su lógica es la del género+: género+raza, género+clase, género+nacionalidad… Esto, las feministas críticas de la raza han dicho una y otra vez, también es equívoco. La raza (o la clase o…) no necesariamente hace la experiencia con el género algo peor, sino algo distinto.
Valgan algunos ejemplos. Hay feministas que hablan de la familia como una «fuente de opresión», como el espacio en el que la feminidad y la dependencia quedan entrelazados irremediablemente, sellando el destino de «las mujeres». La «ideología de la domesticidad», la llaman algunas. Hazel V. Carby cuestiona esta idea: «No es que deseemos negar que la familia pueda ser una fuente de opresión para nosotras, sino que deseamos examinar, además, cómo la familia negra ha funcionado en su origen como fuente de resistencia a la opresión. Necesitamos reconocer que durante la esclavitud, en los periodos coloniales y bajo el actual Estado autoritario, la familia negra ha sido terreno de resistencia política y cultural contra el racismo.» ¿A la idea de la feminidad y la dependencia? Sojourner Truth —afirma Carby— ya replicó hace más de un siglo:
Ese hombre de allí dice que las mujeres necesitamos ser ayudadas con carruajes, ser levantadas al pasar las zanjas, y que, en cualquier parte, debemos tener el mejor lugar. Nadie me ayuda nunca con los carruajes, ni me levantan al pasar las zanjas, o los charcos de barro, ¡ni me ceden el mejor lugar! ¿Acaso no soy yo una mujer? ¡Mírame! ¡Mira mi brazo! He arado, plantado y recogido en los graneros, ¡y ningún hombre encabezó mi tarea! ¿Acaso no soy yo una mujer? Podía trabajar y comer tanto como un hombre —si es que tenía— ¡y llevar el látigo también! ¿Acaso no soy yo una mujer? He parido trece hijos y he visto cómo la mayoría de ellos eran vendidos como esclavos; y cuando lloré con la pena profunda propia de una madre, ¡nadie excepto Jesús me escuchó! ¿Acaso no soy yo una mujer?
¿De qué mujer hablamos cuando hablamos de «las mujeres»? Otro ejemplo. Algunas feministas en Estados Unidos han sido sumamente críticas de la doctrina de «la privacidad» por cómo ha sido utilizada para justificar la violencia doméstica (gracias a «la privacidad» se ha justificado que el Estado no entre al hogar a impedir que la violencia siga, quedando las mujeres así desprotegidas). Esta crítica la han extendido incluso a asuntos reproductivos, como el del aborto, que en Estados Unidos se han articulado como protegidos también por la privacidad. Otros derechos serían mejores para fundar la protección a lo reproductivo, dicen estas feministas. Las negras han sido sumamente críticas de este rechazo a la privacidad: ¡qué fácil, dicen, repudiar la privacidad cuando han gozado de ella! ¡Qué fácil descartarla cuando sus cuerpos no han sido intervenidos una y otra vez para impedir su reproducción! ¡Qué fácil descalificar toda una lucha, solo porque no refleja sus experiencias de lo que ha sido lo reproductivo! La pregunta es inevitable: ¿de los problemas de qué mujeres hablamos cuando hablamos de «los problemas de las mujeres»?
Otro ejemplo: al tratar el tema de la violencia sexual, es particularmente común que las feministas hablen de cómo los hombres abusan de las mujeres. Es el binomio clásico. Esto, han señalado las feministas negras en Estados Unidos, también es sumamente problemático y no solo porque las mujeres negras, a diferencia de las blancas, históricamente no estuvieron protegidas de la violencia sexual, ni siquiera de manera formal (¿cómo violar a lo que no es persona, sino cosa?). Es problemático porque el delito de violación se convirtió en un instrumento de control de los hombres negros, por parte de los hombres blancos, so pretexto de proteger a las mujeres blancas. No es cierto que a la «mujer» nunca «se le cree»; no hay como el testimonio de una mujer blanca para condenar a un hombre negro de violación: ahí sí, ¡ni quién dude de la pureza y honestidad de la buena dama blanca y de la perversión de él, el animal! No es cierto que «la mujer siempre es la más jodida»; la mujer —de cierta clase, de cierta raza— bien puede joder a un hombre.
Que las mujeres blancas —incluidas algunas feministas— se han beneficiado, ellas mismas, del racismo, clasismo o colonialismo ha sido —y es— otra fuente constante de crítica. Esto es muy evidente en el uso del trabajo doméstico de mujeres negras, pobres, migrantes y/o indígenas: un trabajo que, en sistemas montados en la explotación colonialista, nacionalista y capitalista, es fácil de conseguir a «un buen precio» (o sea: casi por nada). Esta «contratación» (explotación, dirían muchas) es precisamente lo que les ha permitido a muchas mujeres blancas «incorporarse» al mundo laboral formal —bien remunerado, protegido y reconocido—. Por ello, no solo le deberían agradecer al feminismo —por derrocar las barreras que las mujeres enfrentaban para siquiera entrar a esos trabajos—, sino a los otros ismos perversos que les permiten ese tránsito, liberándolas de las ataduras del hogar. El problema es que alguien más ocupó ese espacio doméstico y que ese alguien más tiende a ser otra mujer. Y frente a esto, ¿qué tiene que decir el Feminismo Blanco?
En un texto magistral, Angela Harris trata de explicar por qué el Feminismo Blanco opera de esta manera: esencializando el género y desconectándolo de otros fenómenos (como la raza). Primero, dice: el esencialismo es fácil. Implica no tener que hacer mucho esfuerzo por entender otras realidades, por allegarse de información sobre ellas; más aún cuando esas otras realidades han sido sistemáticamente excluidas de los saberes. Es fácil decir “busqué información y no encontré”; lo difícil es denunciar eso, por no decir cambiarlo. ¿De qué manera contribuimos a que esa información siga sin generarse? ¿De qué manera nos apropiamos de ese vacío y lo interpretamos a nuestra conveniencia? Segundo, dice Harris: el esencialismo es emocionalmente seguro. El feminismo, para muchas mujeres, puede convertirse en un lugar seguro, precisamente a donde huyen de la opresión. Necesitan la unión, no la diferencia; quieren paz, no conflicto. Que ese espacio sea, en sí mismo, un lugar de discriminación; que la igualdad entre mujeres sea menor que las diferencias, puede ser demasiado para digerir para algunas. ¿Cómo criticar lo que nos ha salvado? Mejor callar. Tercero, sigue Harris: el esencialismo no solo es fácil intelectual y emocionalmente, sino que es «el nombre del juego de la política». El «nosotras, las mujeres, contra ellos, los hombres» es una gran bandera para navegar las aguas políticas; la disidencia, por el contrario, siempre es interpretada como una falla: «míralas, ni se ponen de acuerdo». Las feministas caen en este juego, borrando cualquier diferencia y presentando un frente común. ¿El precio? La invisibilización de una multiplicidad de experiencias. Cuarto, concluye Harris: esencializamos por una necesidad cognitiva de simplificar las cosas. Creemos que si no somos capaz de articularlo todo de manera simple, lo que nos queda es el caos. «Si no se puede hablar de las mujeres, ¿entonces qué se quiere? ¿Hablar de la experiencia de cada una? ¡Dónde vamos a acabar!» Y, no, nos recuerda Harris: las cosas no son así de binarias, de opuestas, de sencillas. Y tenemos la capacidad de dar cuenta de toda su complejidad; tenemos la capacidad de tener análisis más sofisticados y de ser más sensibles. El punto es: ¿trataremos de escuchar y dejar de hablar sin saber? ¿Dejaremos de hablar en nombre de todas? ¿Admitiremos nuestros privilegios y veremos cómo podemos contribuir a erradicarlos? ¿O vamos a dejar que se nos siga saliendo lo blancas (lo burguesas, lo heterosexuales, lo nacionalistas, lo capitalistas, lo colonialistas…), sin responsabilizarnos de ello?
P.D.
Van algunos libros que pueden bajar y leer: Otras inapropiables. Feminismos desde las fronteras (bell hooks, Avtar Brah Chela Sandoval, Gloria Anzaldúa…), Feminismos negros. Una antología, Esta puente, mi espalda. Voces de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos, Pensando los feminismos en Bolivia (Francesa Gargallo, Julieta Paredes, Pilar Uriona y otras), Descolonizando el Feminismo: teorías y prácticas desde los márgenes y Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América.