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El cine de animación francés se ha consolidado en los últimos años como una vertiente significativa, capaz de crear éxitos internacionales como la franquicia Mi villano favorito (Despicable Me). Es cierto, esa es una producción estadounidense pero fue desarrollada por Mac Guff, un estudio francés comprado por Universal Pictures. Hace unos años El principito (The Little Prince, 2015) se convirtió en la cinta animada francesa más exitosa en el extranjero y apenas el año pasado La vida de calabacín (Ma vie de courgette, 2016) y La tortuga roja (La tortue rouge, 2016) compitieron por el premio a la Mejor Película Animada en los Oscar. Esto no es decir que el Oscar importe aunque sí significa que dentro de la industria cinematográfica las películas animadas francesas tienen un lugar relevante. ¿Pero qué hay de sus valores estéticos? En el caso de La vida de Calabacín, que se estrena esta semana, noto una continuidad en los temas de François Truffaut en Los 400 golpes (Les 400 coups, 1959) y un ingenioso y franco empleo de un estilo aparentemente infantil, inofensivo, que revela las desilusiones del mundo real.
Una imagen en particular define el tono de La vida de Calabacín. El protagonista, un niño de 9 años llamado Ícaro pero que prefiere el apodo Calabacín, se acerca a una habitación de donde sale el sonido de una discusión adulta. El hombre aparentemente tiene una amante. El niño escucha desde afuera del cuarto en un espacio sombrío, una especie de purgatorio negro donde se subrayan sus pequeñas dimensiones y su impotencia para resolver el pleito en la otra habitación. Pero de repente un corte nos aclara que se trata de una telenovela que está viendo la madre de Calabacín. La imagen nos relaja y contiene el elemento cómico de la sorpresa, pero de pronto notamos que la madre está bebiendo cerveza y entendemos el significado de toda la escena: la realidad es menos melodramática de lo que esperamos pero no por eso es benigna. Al contrario, el silencio oculta más crueldad que los gritos.
El director de la película, Claude Barras, se muestra temerario en su forma de contar una historia que en manos de muchos otros podría haber sido un intenso imán de lágrimas. Los amigables diseños de los personajes, animados con la técnica stop-motion, no sugieren las terribles historias de Calabacín, que termina en una casa-hogar después de matar accidentalmente a su madre, ni de sus compañeros, que representan el fracaso del Estado francés. Es en este aspecto en el que La vida de Calabacín evoca Los 400 golpes, de Truffaut, e incluso Los olvidados (1950), de Luis Buñuel. El maestro francés nos entregó en su película un retrato de la desilusión de crecer, mientras que el maestro aragonés capturó en la suya el desastre de una sociedad en sus niños, que sólo conocen la crueldad como expresión, incluso, del amor. Cuando Calabacín conoce su nuevo hogar descubre a un grupo de niños despojados de una infancia común por la drogadicción, la discriminación, la deportación y la perversión. No es exagerado decir que juntos representan, como los personajes de Buñuel, a los olvidados.
Pero a pesar de su parecido a estas otras películas clásicas, La vida de Calabacín no es igual a ellas en cuanto a su tono. Las sombras que describí antes no abundan en su colorida imaginería, con niños de cabello azul, rojo, amarillo. Sus enormes cabezas y ojos enternecen con su parecido a las formas de los bebés pero también son artefactos expresivos del interior herido y a la vez lleno de esperanza. La noción de diseño, en general, es muy significativa en la película porque es la forma en que el propio Calabacín expresa mucho de su interior. En sus dibujos podemos entender sus sentimientos y sus opiniones sobre su nueva vida: un niño que moja la cama se hunde en el mar mientras sus compañeros están a bordo de un bote y un par de niños que logran ser adoptados se ubican debajo de sus compañeros en una composición que sugiere cómo sus amigos habitan sus recuerdos, no como sombras o presencias llenas de culpa sino como memorias permanentes de amor filial.
En cuanto a otros elementos que distinguen a La vida de Calabacín de sus predecesoras más graves es la inclusión de una historia de amor entre Calabacín y una niña llamada Camille. En buena medida, Barras emplea el contexto de una crítica social para hablar también de los emocionantes descubrimientos de la pubertad, que se acerca ya a los protagonistas. En escenas más bien humorísticas, los niños discuten los misterios de la sexualidad y comienzan a encontrar la madurez para decidir su futuro y trascender los berrinches de la niñez. La gradual transformación de uno de los personajes, que termina aceptando la felicidad de otros, es un elemento ya no tanto representativo de la infancia francesa sino uno que propone cómo deberíamos ser todos. Sin ser una película propiamente para niños, La vida de Calabacín no deja de comportarse como una. No me parece que Barras haya cometido un error en esta ambivalencia, al contrario, creo que puede introducir a niños maduros en los temas que irán enfrentando en la adolescencia. Para los adultos puede tratarse de una película tan dura como romántica que les recuerde sus propias tribulaciones sin negar la posibilidad de vencerlas.
Lo más impresionante de la película —por si fuera poco su complicado trabajo de animación y su sabia forma de mezclar audiencias— es su brevedad. La vida de Calabacín dura solamente una hora y con ello le basta para desarrollar temas que abarcan las fugas en la imaginación y los reencuentros con realidades a veces insoportables, la necesidad de defenderse, el amor familiar como una posibilidad entre extraños y las injusticias sociales de nuestros sistemas políticos y económicos. Barras ha creado una película importante en su género por la vastedad de su mirada y la excelencia de su forma, pero sobre todo por su compasiva manera de representar una niñez rota.
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