Uno se encuentra raras veces con películas donde forma y fondo estén tan entrelazadas como en Buey neón (Boi neon, 2015), del brasileño Gabriel Mascaro. Podría decir que en cierta medida su significado está contenido en las elegantes decisiones de su estilo y en sus casi imperceptibles rupturas de estereotipos —esto depende de qué tan tradicionalista sea el espectador. Aunque sus personajes nunca lo discuten y la trama nunca intenta desmenuzarlo, uno de los grandes temas de Buey neón es lo inesperado. No lo inesperado en los sentidos más misteriosos de la palabra —la muerte, lo místico— sino en el más progresista. Lo que resaltan estas pequeñas sorpresas, fuertemente cargadas de una visión igualitaria, es el poco énfasis que se hace en ellas, lo natural que resulta un mundo donde el asco, el morbo y los roles han sido desterrados. Podría decir incluso que Buey neón se sitúa en una realidad alternativa; eso, claro, hasta que las desigualdades de nuestro mundo se introducen de nuevo en la película.

Todo eso suena muy bien, pero, ¿cómo funciona? Comencemos con la trama: no hay una. Esto no quiere decir que Buey neón sea una larga imagen quieta y muda, sino que regresa a las viñetas con las que trabajó tantas veces Federico Fellini en su filmografía. Exceptuando 8 1/2 (Otto e mezzo, 1963), para el maestro italiano la vida no era una gran crisis: era muchas anécdotas de muchos personajes. Esto le da un aire de biografía a sus películas y, en el caso de Buey neón, da una impresión documental. Mascaro no está interesado en usar la historia para decir algo específico sino para explorar la cotidianidad de un grupo de trabajadores rurales en el Brasil contemporáneo. Las anécdotas son sutiles en su demostración de los grandes problemas del medio: la falta de profesionalización, la desigualdad e incluso un trato infrahumano. En una escena, un personaje es involuntariamente intercambiado por otro debido a que un patrón está impresionado por cómo el primero controló a una de sus yeguas. Es una conducta rayana en lo esclavista y sin embargo Mascaro no recurre al melodrama para expresar la escena. Al contrario, en su visión la normalidad es la norma.

Las largas y elaboradas tomas de Mascaro ayudan a mantener esta naturalidad al mismo tiempo que advierten la presencia misma de la cámara en sus composiciones y su iluminación dramática. No creo volver a encontrar la elegancia con la que está filmada una escena en la que una mujer se depila el área del biquini. Aquí entra ese destierro del morbo que mencioné antes. En la vida de estos trabajadores dedicados a la vaquejada, un deporte brasileño donde dos jinetes guían a un buey hacia una marca en un corral, el hedor, las excreciones, el cuerpo, animal y humano, es de una normalidad total. En consecuencia, una revista pornográfica con las páginas adheridas entre sí no resulta asquerosa: es nada más el símbolo de mucho tiempo libre y en soltería. La masturbación de un semental es todavía menos grotesca, aunque a los citadinos pudiera parecernos lo contrario. Entendiendo nuestra sensibilidad, Mascaro filma esta escena entre sombras y a una distancia suficiente para notar los detalles pero también para evitar restregárnoslos. Gracias a esto, su desenlace termina siendo, sí, grotesco, pero sobre todo humorístico.

Es, entonces, muy significativo que en medio de esta elegante estética de la normalidad, Mascaro introduzca leves elementos dramáticos que parecen más un deseo que una cotidianidad. El medio rural es típicamente más conservador que el de la ciudad, y por ello la imagen de una joven y bella mujer haciéndole reparaciones a un camión o incluso conduciéndolo es, al menos, atípica; lo mismo pasa con otra mujer que, aunque está embarazada, goza de su sexualidad y trabaja como guardia de seguridad en una empresa. Otro personaje, hombre y heterosexual, sueña con ser modista y diseña y elabora disfraces para los bailes eróticos de una amiga suya. Mascaro está intentando romper estereotipos con todos las herramientas con que cuenta y por ello le importa poco la coherencia dramática entre las muchas viñetas en que se desarrolla la película. El tema no está expresado en la trama sino, como ya lo apuntaba, en el estilo.

Durante el primer acto, Mascaro nos presenta dos imágenes casi oníricas y aparentemente inconexas con el resto del metraje pero cuando ya hemos comprendido, hacia el desenlace, cuáles son sus intenciones, nos damos cuenta de que resultan esenciales. En la primera, una bailarina que usa una máscara de yegua comienza un baile erótico que combina características de lo humano y lo equino. Enrollada en sombras y una tenue luz neón de color rojo, los movimientos parecen en ocasiones delineados por un peso submarino. Todos los elementos están puestos para resaltar la sensualidad en la relación entre hombre y bestia no como un acto perverso —no se trata de zoofilia—; más bien Mascaro busca expresar un acto de comunión. Lo mismo pasa en una escena más iluminada donde un hombre y un caballo interactúan en lo que pareciera una sesión de yoga. Las caricias, la luz suave, el brillo en la piel de ambos protagonistas, de nuevo, proyecta una sensualidad pacífica, tenue, donde se disuelven las distinciones en un solo ser magnífico.

La comunión que alcanzan algunos de los personajes entre humanos y bestias, entre hombres y mujeres, es la base de una película que culmina con una de las escenas de sexo más asombrosas que haya visto. Una mujer embarazada y el hombre que quiere ser modista se enlazan en la oscuridad de una fábrica. Lo que en la pornografía podría ser un morboso producto para gustos adquiridos, en la mirada de Gabriel Mascaro es un acto de unión donde no existen las condiciones materiales: en la noche los gestos placenteros deshacen las sombras, describen el erotismo como unión invencible de dos seres que desvanecen prejuicios y dibujan juntos algo parecido a la esperanza: el amor.

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