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De una forma humillante se estrena al fin la que es, a mi parecer y de otros tantos, la mejor película de 2016: Toni Erdmann, de la directora alemana Maren Ade. Cinco horarios en tres salas de la Ciudad de México son difícilmente suficientes para que la película se encuentre con un público amplio. Quisiera conformarme diciendo una frase resentida: “La película es tan brillante que no necesita de un público”. Sin embargo estaría diciendo una idiotez y una mentira. Todas las películas necesitan de un público; se alimentan de él y así obtienen fuerzas para la larga hibernación que se acaba cuando alguien escribe de ellas como parte de la Historia. Toni Erdmann merece despertar en unos años para encontrarse a sí misma como una de las grandes comedias de nuestro tiempo.
Hace unas semanas comparé a Manchester junto al mar (Manchester By the Sea, 2016) con memorables —aunque inofensivas— películas de tíos al rescate. Al hablar de Toni Erdmann es necesario recordar las historias de los padres vergonzosos, desde aquella de Joaquín Pardavé en El baisano Jalil (1942) hasta la protagonizada por Eugene Levy en la franquicia American Pie. La mayoría de estos personajes son torpes, excéntricos y aparentemente estúpidos, pero tarde o temprano llega a través de ellos la epifanía. Jalil (Pardavé), junto con su esposa, logra que su hijo sea aceptado en la aristocracia mexicana, mientras que el señor Levenstein (Levy) protege y acepta los vergonzantes placeres de su inmaduro hijo con una tarta de manzana. Contar la trama de Toni Erdmann implica inevitablemente evocar este tipo de personajes: Winfried Conradi (Peter Simonischek) se dirige a Rumania para visitar a su hija por su cumpleaños tras la muerte de su perro, su única compañía. Ines (Sandra Hüller) ni lo espera ni siente mucha alegría al verlo, consciente de los incómodos momentos que crea su padre con su repertorio de chistes inoportunos o simplemente torpes. Sobre todo teme que esta excentricidad interfiera en un trato con un petrolero importante. Maren Ade nos presenta a Winfried como un hombre a la vez patético y heroico: sus gags son casi siempre mal vistos por un entorno donde las carcajadas parecieran punibles con cárcel, y sin embargo él persevera. Ines pertenece a ese mundo grisáceo donde se teme que el sexo afecte las habilidades profesionales y la dignidad se evalúa de acuerdo con un aumento. “Si fuera feminista, no te toleraría”, le dice a su jefe. Cuando Winfried le pregunta a su hija si es feliz y ella responde con evasivas, sabemos que el tema de la película es cómo un padre le enseña a su hija a ser libre.
Sin embargo, en el arte lo que importa no es la originalidad en la trama. Después de Las mil y una noches y los mitos de la antigüedad, ¿qué historia puede ser inaudita? Lo que importa no es qué se cuenta sino cómo. Ade halla la forma de renovar una convención, la del encuentro del padre y su hija o hijo, con un sentido del humor extraño, frustrante, hilarante, y un ritmo inusual que le permite a la exposición durar más de una hora. El conflicto y su resolución se desarrollan durante el resto de las casi tres horas que dura Toni Erdmann. Además, Ade encuentra a menudo la oportunidad para ridiculizar a la sociedad de la competencia y la felicidad profesional, cuyos grandes triunfos son la división de Europa entre los desarrollados y los subdesarrollados y la incapacidad de tocar a otros: en la risa, en el sexo, en el abrazo.
Este temor al tacto se expresa en la torpeza de Winfried para abrazar a su hija en ocasiones y viceversa. Él le teme a Ines y ella sólo puede fingir empatía, y no sólo con él. Ella tiene un amante pero su sexualidad es glacial y definida por la distancia. Cuando Winfried dice en broma que se consiguió una hija de repuesto, un multimillonario lo toma en serio. Este aspecto también distingue a Toni Erdmann. A la vez que es una historia muy individual, la película satiriza a un mundo sin ironía o siquiera inteligencia suficiente para discernir la seriedad de la risa. Es una visión similar a la de Hal Ashby en Un jardinero con suerte (Being There, 1979), donde Peter Sellers interpreta a un hombre casi autista que sólo habla en frases que aprende viendo la televisión. Pronto los millonarios confunden su enajenación con sabiduría y lo entronizan como un filósofo de la burguesía de Washington. Winfried, por el contrario, no es entendido como un genio sino como un loco del que se burlan estas cáscaras de seres humanos. Pero, como lo mencioné antes, él persevera, y no sólo eso: sube el volumen de la película misma. Ante sus continuos fracasos para recuperar la humanidad de su hija, Winfried desarrolla estrategias cada vez más absurdas y desesperadas, pero simbólicas de un amor paternal que trasciende la humillación propia.
Me gustaría mucho describir algunos de los métodos de Winfried, pero la sorpresa es la raíz del humor. Sí puedo decir que estos actos, que incluyen la creación de Toni Erdmann, un coach de vida armado con un rallador de quesos y una dentadura inolvidable, manifiestan una continua ruptura con la realidad que nunca se da del todo pero que en su absurdo revela la inmensidad de Winfried. Donde muchos ven un idiota, Ade encuentra al hombre más vasto del mundo. Al ver cómo sus gags huyen de la imaginación, uno sólo puede pensar que Ade es Winfried: una soñadora libre, una niña enojada con el mundo adulto, una terrorista que pretende derribar la realidad con su ingenuidad. Sin embargo, la imagen final de la película nos deja con más preguntas que respuestas. Ya será trabajo del espectador saber cuáles. Pero antes de eso, Ade nos regala una de las imágenes más esperanzadoras que haya visto: el abrazo de un monstruo donde se caen los imperios, las corporaciones, las ambiciones. Se cae la realidad entera y en la negrura que rodea una luz rubia se encuentra la culminación de toda la humanidad. Esta sola imagen lo merecería, pero por su inacabable brillantez, me atrevo a llamar a Toni Erdmann una obra maestra.