Probablemente X-Men: Apocalipsis (X-Men: Apocalypse, 2016) sea la peor película de superhéroes que he visto. Usualmente no resumo las cualidades de una película en una palabra —“buena”, “mala”, “mejor”, “peor”— pero no recuerdo una experiencia comparable a la de ver la última cinta de Bryan Singer. Entre la seudohistoria y la seudociencia, su trama, al inicio, es quizá la recreación más costosa de Alienígenas ancestrales que haya visto; el resto del metraje es el aullido de un género cinematográfico que comienza a demostrar el rápido desgaste al que lo ha llevado la sobreproducción. Todo por servir se acaba. Hace poco más de medio siglo se acabaron el western, los musicales y las épicas de “espada y sandalia”, como les llama la crítica angloamericana. De alguna manera se acabó Hollywood, que renació no a los tres días, como Cristo, pero sí a las tres producciones: Tiburón (Jaws, 1975), Encuentros cercanos del tercer tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977). Las fantasías multimillonarias —en producción y en recaudación— y la fabricación de lo imposible ya eran el lenguaje de Hollywood pero a partir de finales de los 70 los efectos especiales y la distribución cada vez más agresiva se encargarían de dominar el mercado cinematográfico y de desplazar las cinematografías nacionales.

Hoy el cine mundial e independiente se defiende robando estrellas de Hollywood, sobre todo a los adolescentes que crecieron en mal llamadas “sagas” de hechicería y romances sobrenaturales. Kristen Stewart, Daniel Radcliffe y Robert Pattinson intentan actuar o sorprenden con su virtuosismo, como la Stewart, la primera actriz estadounidense en ganar el César —el Óscar francés—. Mientras tanto, Hollywood se rinde ante el conformismo con soluciones perezosas:  la serialización del cine, el secuestro de directores independientes como Damien Chazelle, Colin Trevorrow, Gareth Edwards y Rian Johnson, y los enfrentamientos entre superhéroes o la rectificación de los villanos. La guerra de las galaxias —o Star Wars, en nuestro español anglófilo— absorbió a tres de esos cuatro directores y comparte la dinámica de franquicia con las películas de superhéroes. Marvel y DC Comics optaron por las batallas entre los buenos. Sony Pictures, dueña de los X-Men, prefirió la reivindicación del villano Magneto desde hace algunos años con un acierto que le brinda a la última película de la serie su única oportunidad para flotar en la historia: la brillante interpretación de Michael Fassbender, pero  el actor germano-irlandés no puede rescatar por su cuenta una cinta que suma todos los peores clichés del Hollywood contemporáneo.

En la primera escena de la película vemos imágenes magníficas del Egipto antiguo con pirámides imposibles, altas como rascacielos, y centenas de esclavos sirviendo a un semidiós despiadado. Las composiciones y las exageraciones en los volúmenes son muy similares a las de Ridley Scott en Éxodo: Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014). Más adelante, Singer recurre a unos efectos digitales tan evidentes que pareciera que estamos viendo una película de animación digital mientras se ilumina el interior de la pirámide para darle nuevos poderes al villano Apocalipsis. A partir de ahí la película se concentra cada vez más en la destrucción masiva, como su nombre lo promete, y nos deja con un espectáculo hueco en su narración y sus ideas. La trama está enraizada no en los arquetipos de la antigüedad sino en las cómodas estructuras dramáticas del pasado inmediato, por no llamarles técnicas de marketing que, más que narrar, ansían vender más películas. Por esa razón existen al menos cinco historias del origen de nuevos personajes y la reiterada promesa de que volverán.  No hay nada en X-Men: Apocalipsis que garantice la tensión de los espectadores porque es evidente hacia dónde se dirige el desenlace: la restauración del orden, y aunque es una conclusión natural en las batallas épicas, sería más interesante percibir un costo, un sacrificio. Sin embargo X-Men: Apocalipsis aspira a igualar las batallas climáticas de Capitán América: Guerra Civil (Captain America: Civil War, 2016) y Batman vs. Superman: El origen de la justicia (Batman v. Superman: Dawn of Justice, 2016). Sólo puedo preguntarme: ¿para qué igualarse a lo corriente?

En busca de expandir las capacidades del cine de superhéroes, productores, directores y guionistas parecen haber concluido que sólo podrán ganar más dinero ofreciendo experiencias nuevas pero, parafraseando a Orwell, aunque todas las películas son nuevas, hay películas más nuevas que otras. Este año las cintas de superhéroes han buscado mostrar la complejidad del concepto “justicia” al enfrentar distintas visiones de él pero aunque uno de los héroes resulta muerto o tullido, sabemos que revivirá o encontrará la forma de levantarse de nuevo. Vamos, ¿cómo continuar una franquicia si el protagonista está muerto? El Hombre Araña ha vuelto a comenzar su historia varias veces pero cada vez con menor éxito: la primera película protagonizada por Tobey Maguire, en 2002, recaudó 821 millones de dólares; la primera protagonizada por Andrew Garfield, en 2012, obtuvo 757 millones. Ante estos resultados lo lógico es mantener a todos los protagonistas vivos y unidos a pesar de la mera impresión de tramas maduras o trágicas. Los semidioses Superman o Iron Man no pueden morir como Heracles porque generan cuantiosas ganancias.

¿Cómo ganarse a la audiencia, entonces? Con personajes nuevos, al cabo que hay centenares ya impresos en los cómics. Hay que sorprender a los fanáticos con sus héroes y villanos favoritos para ganarse el aplauso. “Gánate a la multitud y ganarás tu libertad”, le dice Próximo a Máximo en aquel prontuario de sabiduría hollywoodense, Gladiador (Gladiator, 2000). En tres de los estrenos más grandes de cine de superhéroes que hemos visto este año existe una ineludible voluntad de complacer al fanático. Nadie importa más que los espectadores capaces de entender a quién perteneció el uniforme grafiteado que Batman mira con tristeza o en qué se convertirán los androides con que entrenan los X-Men. Pero los fans no bastan. Sólo hay una forma de hacer sentir al adulto que no está viendo un producto de nerds o apto para la familia: la violencia y el lenguaje. Deadpool (2016) rompió esos límites con la picardía de un niño que descubre cómo una vulgaridad puede ganarle la simpatía de su salón de clase. La película, dirigida por Tim Miller, no ofrece mucho más que un superhéroe diestro en el insulto y cínico ante el dolor, es decir, se trata de una cinta común que suena diferente pero no lo es. Otros productos han comenzado a seguir sus enseñanzas pero no se atreven a dar un salto auténtico: los personajes sangran cada vez más y se lavan la boca con jabón cada vez menos. El Batman de Ben Affleck, como la Viuda Negra de Scarlett Johansson, ocasionalmente sueltan un desesperado: “shit”. El Magneto de Fassbender pregunta furioso a Apocalipsis: “Who the fuck are you?”.

Pero estos cambios superficiales no son suficientes para suponer que el cine de superhéroes se ha hecho más maduro. Si comparamos lo que sucede en el cine con lo que vemos en la televisión notaremos el fracaso de Hollywood. Game of Thrones, por ejemplo, es un rechazo a las limitaciones de los estudios y las cadenas de distribución en salas cinematográficas; incluso es un desafío, considerando que su presupuesto a partir de la sexta temporada excede los 100 millones de dólares. A diferencia de las trilladas películas de superhéroes, Game of Thrones estruja al espectador con la incertidumbre: todos sus personajes parecen condenados y su visión de la política es mucho menos amable que la de los universos de Marvel o DC Comics. Su esencia está más cerca de los mitos antiguos al incorporar el sexo, la muerte y la perversión, y sus incalculables traiciones y desilusiones son el terror de espectadores que ven a sus héroes ensangrentados cada domingo. Basta estar al pendiente de las redes sociales cada lunes para darse cuenta de que se habla más de Game of Thrones que de los estrenos del fin de semana. Obviamente resulta más atractivo un entretenimiento libre de imitar a la realidad que uno constreñido por la moral de la Motion Pictures Association of America o de la Secretaria de Gobernación.

El cine de superhéroes difícilmente podría competir con Game of Thrones sin dejar de ser cine. Sin embargo Marvel y DC Comics ya tienen series de televisión incomparables con los programas de HBO. No es el medio el que representa una limitación sino —como ya comenzaba a ser obvio desde antes— el consumo. No hay democracia más pura que la de los compradores o que la del prejuicio, y ambas indican que los superhéroes, sujetos a ambas, son vistos como un entretenimiento familiar y nada más. Por años se ha insistido —Umberto Eco entre los mayores proponentes— que los superhéroes son nuestra imagen de los dioses pero el cine de Hollywood no ha asentado el argumento. En algunos casos ha reflejado las ansiedades del mundo moderno pero en ningún momento ha integrado su moralidad o sus vicios. A mi juicio, Hollywood más bien nos ha dado afligidos esclavos que, sin importar cuántos aplausos ganen, no son libres. Están condenados a la virtud y a la inmortalidad en jaulas que irónicamente brindan a sus espectadores un escape. Quizá sea tan necesario para la mayoría el que sean tan nobles Capitán América y Thor, e incluso los resentidos Raven y Magneto, porque son un vislumbre del Dios en el que todos prefieren creer. Magneto es amor.


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