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Espero no hacer enojar a los lectores en esta ocasión. No quiero decirles qué debe gustarles ni deseo confrontar sus preferencias. Después de todo, como ya lo he escrito antes, el gusto es privado. Lo que le gusta a uno es reflejo de sí mismo y no requiere de aprobación alguna más que la propia. Pero el genio es público y está sujeto al escrutinio de todas las perspectivas. Por coyuntura —o si se quiere, por oportunismo—, deseo escribir de Alejandro González Iñárritu, un director ineludible en el cine contemporáneo que, es verdad, mejora con cada película, pero no pienso que lo haga de manera sustancial. Con esto quiero decir que el primer González Iñárritu piensa igual que el último: para ambos la vida es una intemperie feroz habitada por almas mutiladas que ofrecen su dolor a la divinidad y así conocen la gracia. González Iñárritu es fundamentalmente un artista católico y, de manera más específica, un creador mexicano.
Habría que entender el pensamiento mexicano, entonces, para entender a González Iñárritu. El sacrificio es la coincidencia esencial entre el pensamiento religioso mexica y el cristiano. En los antiguos ritos mexicas, el dolor y la muerte eran un ofrecimiento a los dioses que garantizaba la continuidad de la vida. Para que el sol continuara saliendo del horizonte, los mexicas le ofrendaban su sangre. En otros ritos más violentos, como el del dios de la primavera, Xipe-Tótec, se desollaba a un esclavo. El sacerdote de la tierra portaba su piel para representar el cambio que traía la primavera a la infértil superficie del invierno. En el caso del cristianismo, el mesías, Cristo, redime a la humanidad en la cruz y revive para ascender al cielo. La muerte, en ambas creencias, es el camino a la Providencia. Es fácil notar por qué el cristianismo mexicano es tan peculiar, con su santería y sus cultos a la muerte: es una mezcla de las creencias precolombinas y católicas. González Iñárritu, como todo mexicano, hereda estas ideas y las representa en su arte, que comenzó con una “Trilogía de la Muerte”. A partir de Biutiful (2010), cuando terminó la separación con su guionista Guillermo Arriaga, el director comenzó a ahondar en las relaciones entre padres e hijos como los antiguos se preocuparon por la convivencia de dioses y creyentes. En al menos dos películas de ese periodo —Biutiful y El renacido (The Revenant, 2015)— hemos visto reencuentros en el cielo o en la consciencia. El cine de González Iñárritu es un reflejo de la psique mitológica de los mexicanos.
Sin embargo, no creo que González Iñárritu esté consciente de las raíces de su pensamiento. No hay símbolo alguno que nos revele una intención consciente de ello. Tampoco he leído o escuchado mención de esto en alguna entrevista. Más bien creo que estas ideas lo integran de manera inconsciente. González Iñárritu no es un intelectual y su apasionada filmografía nos revela a un hombre de emociones, no de ideas; un hombre habitado por un dolor y un miedo a la muerte tales que desea o cree, como los mexicas y los cristianos, que el sufrimiento tiene un propósito: la gracia. En la modernidad secular, cuando nos burlamos ya de Cristo y el catolicismo y despreciamos la grandeza literaria de La Biblia por su sexismo, González Iñárritu resulta, en el fondo, anticuado. Pero la superficie de sus películas lo exhibe como lo contrario. A diferencia de Martin Scorsese o Nicolas Winding Refn, González Iñárritu no es un recopilador de los mitos antiguos sino su último hijo fiel que, sin notarlos en su propia consciencia, crea arte bajo su influencia invisible. El renacido es su primer intento por ser consciente del mito, con escenas de resurrección y un viaje heroico que apuntan a su madurez intelectual pero aún no nos entrega la plenitud de su pensamiento.
La aventura de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) no me parece comparable a las grandes épicas de la antigüedad porque se nota indecisa en su lenguaje simbólico. Cuando leemos La Odisea, por ejemplo, nos encontramos con que la mayoría de las eventualidades que enfrenta el héroe Odiseo son de una irrealidad tan evidente que sólo pueden ser la máscara de un significado más profundo. La compañía de Atenea simboliza la astucia militar de Odiseo, por ejemplo, pero en El renacido no existe este tono fantástico, en todo caso resulta increíble. A lo mucho vemos la consciencia de Glass reconstruyendo a su esposa frente a él y lo vemos renacer de un caballo muerto que simboliza un inmenso vientre. Antes mencioné a Winding Refn porque me parece que todas sus películas, y en particular la última, Sólo Dios perdona (Only God Forgives, 2013), se proponen reconstruir el lenguaje simbólico de la antigüedad. Sólo hay que observar la ausencia de humanidad en sus personajes, que no representan personalidades ni caracteres realistas sino conceptos. Son un claro rechazo al presente. También mencioné a Scorsese porque él opera de otra forma respecto a la fe: él es un hombre moderno que duda. Desde Malas calles (Mean Streets, 1973) hasta su próximo filme, Silence, Scorsese ha explorado el conflicto de los pecadores modernos, sujetos a una realidad materialista, que luchan por recobrar la fe y el perdón de Dios. Con El renacido, González Iñárritu nos da una película que se balancea entre las intenciones de Winding Refn y las de Scorsese pero se mantiene indecisa. A lo mucho se acerca al cine de Terrence Malick, pero sólo termina imitando su estilo.
En las películas de Malick, sus personajes buscan a Dios en narrativas fragmentarias e imaginería bíblica que extiende las creencias de la antigüedad a escenarios tan modernos como la Segunda Guerra Mundial o el Hollywood contemporáneo. En largos monólogos Malick enfatiza la búsqueda de sus personajes. La presencia de Dios es evidente en una plaga de langostas en Días de gloria (Days of Heaven, 1978) o al inicio del tiempo en El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). Pero Hugh Glass no busca a Dios, busca la venganza y la encuentra aunque la deja en Sus manos. No hay mucha diferencia entre matar y dejar morir. Con la ayuda del director de fotografía Emmanuel Lubezki, que trabajó antes con Malick, González Iñárritu recrea las imágenes espirituales de El árbol de la vida para deslumbrarnos y para realzar su trama. Como director, su énfasis está en el espectáculo pero ante el temor de fallar recurre a las técnicas e imágenes de quienes triunfaron antes que él.
De Amores perros (2000) a El renacido (The Revenant, 2015), González Iñárritu se ha hecho cada vez más diestro con su lenguaje y sus sorpresas, diseñados para deslumbrar a una audiencia que jamás ha sido expuesta al cine internacional, la de Hollywood, que es un decir para casi todos. Si Birdman [Birdman (Or the Unexpected Virtue of Ignorance), 2014], con su plano secuencia simulado, fue un intento de replicar el estilo de La soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock, El renacido y la hazaña de filmar en temperaturas bajo cero y con luz natural es un intento de superar a Werner Herzog y sus incontables aventuras. Por mencionar algunas, el cineasta alemán montó a su elenco en inseguras balsas hechas de troncos en Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, Der Zorn Gottes, 1972), para la cual también robó una jaula llena de monos; en Fitzcarraldo (1982) pasó un barco de vapor a través de un monte utilizando sistemas de poleas desarrollados sin tecnología moderna, por no mencionar que arriesgó la vida al pasar los rápidos del Amazonas con su bote. La más grande: domó al temperamental Klaus Kinski. Y hay muchas historias más. En el cine de Herzog, como en el de Buster Keaton y Harold Lloyd, hay una noción de peligro que estruja a la audiencia como ninguna animación digital lo ha logrado. A pesar de su esfuerzo, no me parece que la hazaña de González Iñárritu sobrepase alguna de las de Herzog. También me gustaría añadir que si bien el mexicano igualó a Hitchcock, su triunfo palidece frente al ruso Aleksandr Sokurov, que filmó la complicada coreografía de El arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002) en una sola toma, sin ayuda de la edición digital.
Sería muy simple y tal vez equivocado llamar a González Iñárritu un saltabanco o, peor, un charlatán, pero no creo que sea inapropiado considerarlo un brillante mago. Su éxito consiste en hacernos mirar lo que él desea, en ocultar los artificios detrás de su creación. Si descubrimos los artefactos que esconde el truco, la magia se transforma en engaño pero ello no resta la inteligencia y la creatividad para distraernos. Quizás en un futuro González Iñárritu haga un filme que redefina la historia del cine, pero hasta ahora ha sido el creador de una filmografía que, mientras se proyecta como profunda y elitista, resulta inmensamente popular. Y cómo podría no serlo si captura las fantasías de todos: sobreponerse y vencer a un mundo hostil, ser un héroe, y las representa con una visión espectacular que, hasta que llegó González Iñárritu, el Hollywood posterior a los 70 no se había permitido. Entonces hay un triunfo indiscutible, más allá de las discutibles flaquezas en su cine: González Iñárritu podría ser el Lutero de Hollywood, es decir, el reformador que saque a flote si no el cine de los maestros, al menos sus técnicas. Es un rival necesario para el monstruo de James Cameron, la animación digital, y para el de Marvel, el cine de superhéroes que él llama “genocidio cultural”. No lo digo por su cine, entonces, pero González Iñárritu es una figura esencial en Hollywood.