2015 era un año prometedor: en Cannes y Berlín veríamos lo nuevo de los viejos y jóvenes maestros, mientras que en la cartelera una franquicia, Los juegos del hambre, moriría al fin para dar paso al renacimiento de viejas series cinematográficas como Star Wars y Parque Jurásico. El Nuevo Hollywood de Spielberg y Lucas regresó para salvar el año pero si lo hizo en términos de recaudación fue porque sacrificó el mérito artístico.
Fue sorprendente pero no grato el ver muchas de las películas más esperadas del año, desde las franquicias que encontraron en la nostalgia un nicho inmensamente redituable, hasta las películas de festival que a pesar de estar ligadas a nombres como Herzog, Malick, Wenders y Greenaway no sólo no cumplieron: decepcionaron.
En teoría, hasta en los peores años siempre hay algo rescatable, pero en 2015 fueron los retrasos de la cartelera, es decir, los años anteriores, los que salvaron a éste. La mitad de las que, a mi limitado juicio, son las mejores películas que vi en 2015 provienen de 2014 —una de ellas, de 2013—. Cuestión de gusto, sin duda, y, como ya lo mencioné antes, de limitación: no me dio tiempo de ver, antes de compilar la lista, Puente de espías (Bridge of Spies, 2015), de Steven Spielberg, ni Caballo dinero (Cavalho dineiro, 2014), del portugués Pedro Costa. Algo me dice que habrían causado una impresión favorable en mí. Pero no perdamos ya el tiempo. A continuación, lo mejor de 2015 no en definitiva, por supuesto, pero sí según mis convicciones e impresiones, ordenado por orden alfabético porque me parecería absurdo comparar a George Miller con Roy Andersson.
Bajo nubes eléctricas (Aleksei German Jr.)
Hubiera sido esencial incluir en lo mejor del año Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2014), de Aleksei German, pero ya lo hice antes en otra lista. No es en reemplazo de él que incluyo esta cinta de su hijo sino porque a pesar de la tibia recepción que tuvo en la Berlinale me pareció una de las mejores películas que vi allí. En Bajo nubes eléctricas, German Jr. se plantea una visión de una Rusia futura donde predominan la melancolía y la nostalgia por el paraíso perdido que habría de ser la Unión Soviética. Nunca fue ni paraíso ni perdido pero la pregunta permanece en la imagen de un par de hermanos que trepan estatuas de Lenin a medio sepultar. La escena me recordó al poema Ozymandias, de Shelley, con su elegiaca visión de un imperio en ruinas. No es coincidencia que apareciera este filme el mismo año en que ganó el Nobel de Literatura la gran narradora del colapso soviético, Svetlana Aleksiévich. Sus obras explican el filme de German Jr. y viceversa porque en conjunto reflejan la sensibilidad de una Rusia obsesionada con el hubiera.
El club (Pablo Larraín)
Siempre ocupado con la historia de Chile, en El club Pablo Larraín lidia, en parte, con sus restos, pero sobre todo con la ruina de la Iglesia católica. En una casa frente a la costa chilena viven un ex militar, un traficante de niños, un pederasta homosexual y un loco. De por sí suena a una colección de fósiles de la dictadura de Pinochet, pero resulta más terrible saber que todos solían ser sacerdotes católicos. En vez de enfrentar la justicia, la Iglesia los ha resguardado del contacto con el mundo en este espacio de oración y arrepentimiento que ellos, aburridos, convierten en un centro de recreación. Una climática purga, acompañada por el Cantus In Memoriam Benjamin Britten de Arvo Pärt, es, para mí, la escena más devastadora que haya visto en el año.
El pequeño Quinquin (Bruno Dumont)
Yo no tenía idea de cómo la historia de un par de ineptos detectives investigando la aparición de cadáveres humanos dentro de vacas muertas se iba a relacionar con la visión espiritual de Dumont. El resultado fue una de las experiencias cinematográficas más asombrosas en años. Con su farsa melancólica, el maestro francés nos entregó otro de sus inefables retratos de Dios y quizá su más grande narración del apocalipsis hasta ahora. No sólo eso, la cinta es también un brillante retrato de una Francia intolerante y fanática de su historia que de alguna manera explica y prevé los ataques terroristas que han conmovido al mundo durante este año. Por su valor cultural y estético me parece imperdible.
Jauja (Lisandro Alonso)
El regreso de Lisandro Alonso fue, como tenía que ser, un gran momento. Creador de un cine misterioso, por no decir místico, el director argentino nos entrega una película que si durante buena parte de su metraje se anuncia con su abundancia de trama y diálogo como algo nuevo en su filmografía, al final culmina en un viaje en el tiempo que no refleja capricho; más bien representa una concepción del mundo como secreto indescifrable e indecible. La presencia de Viggo Mortensen en el papel protagónico no cambia en absoluto la forma de hacer cine de Alonso y le brindó el apoyo necesario para llegar a una audiencia mayor de la que pudo haberlo hecho con un actor de menor renombre.
Jia Zhangke, un tipo de Fenyang (Walter Salles)
Jamás imaginé que el brasileño Walter Salles fuera un admirador del chino Jia Zhangke. Sus obras no se parecen lo suficiente. Uno esperaría que un cineasta especializado en los viajes en carretera, como lo es Salles, decidiera homenajear a su maestro, Wim Wenders, pero la comprensión de Jia es tal que él pareciera ser el verdadero origen de Salles. Acompañado por el crítico francés Jean-Michel Frodon, Salles nos muestra cómo el cine de Jia es un reflejo de sus preocupaciones como hombre, como chino y como ser humano. En la breve hora y media que dura la película, el cine de Jia se expande como una flor y el hombre detrás de él, aunque hermético, nos deja ver su fragilidad en una escena conmovedora en que se entera de la muerte de su padre.
La mirada del silencio (Joshua Oppenheimer)
Si El acto de matar (2012) fue una aterradora mirada al pensamiento de un grupo de sociópatas, La mirada del silencio es todavía más insoportable. En la primera, el documentalista estadounidense Joshua Oppenheimer nos mostró a un grupo de gángsters que participaron en la purga de comunistas en Indonesia durante los 60. Oppenheimer les pidió que hicieran películas que los llevaran a una experiencia catártica pero sólo uno entendió, gracias a la actuación, las atrocidades que había cometido. En esta nueva cinta, el director estadounidense le pidió a una víctima de hombres similares que los confrontara. Es aterrador ver cómo estos asesinos, ahora políticos poderosos, se niegan a pedir perdón por haber asesinado a su hermano. Oppenheimer nos muestra las consecuencias de una historia sin reconciliación.
La princesa Kaguya (Isao Takahata) / La canción del mar (Tomm Moore)
Estas dos películas representan, a mi gusto, una alternativa muy superior a las tan celebradas cintas de Disney/Pixar que se estrenaron este año. Ya he comentado al respecto. Decidí empatarlas no sólo por ser ambas producciones animadas, sino por su intensidad mitológica. Una cuenta una antigua historia folclórica japonesa, mientras que la otra reúne las antiguas creencias irlandesas, con sus maravillosos monstruos y sirenas. Las dos son un testamento de la relevancia que tienen las antiguas tradiciones en cualquier sociedad y de la presencia inevitable del mito. Para mí representan, cada una, una oportunidad extraordinaria para reencontrarse con las raíces de Japón y de Irlanda, dos países que por más modernos que puedan parecer, nunca dejan de ser antiguos.
La visita (Michael Madsen)
Desde que descubrimos la aviación comenzamos a ver extrañas luces en el cielo pensando que eran —deseando que fueran— una inteligencia superior que venía a observarnos. Si Dios, según Nietzsche, estaba muerto, entonces nuestros padres serían otros: visitantes descendidos no de la Providencia pero sí del cielo. Michael Madsen no se pregunta si los otros son reales e incluso parece menos interesado en cómo serían ellos o qué harían si vinieran a visitarnos. A lo largo de La visita, Madsen se pregunta cómo reaccionaríamos ante una visita extraterrestre y descubre más de la esencia humana, del miedo y el control, del asombro y la conmoción, que de la imaginería típica de la ciencia ficción. Su recreación del encuentro es visionaria, sensible y conmovedora. Me parece que es uno de los grandes documentales que se haya hecho.
Mad Max: Furia en el camino (George Miller)
El único estreno de consumo masivo en esta lista es, a mi gusto, la mejor superpoducción del año. Con su locuaz imaginería que a veces nos recuerda a Baz Luhrman y su complejo pensamiento sobre la modernidad, este nuevo episodio en la franquicia Mad Max me parece una de las grandes reacciones a la modernidad en muchos sentidos. Si hoy impera el aborto, la película defiende la fertilidad; si la moda hoy es el hip hop, en el filme abunda el rock; si la mujer es objeto sexual, George Miller nos la presenta como madre y guerrera. Con un equilibrio brillante entre lo conservador y lo liberal, Furia en el camino no es política: es sensata. No hay forma de saber si sus secuelas serán igualmente brillantes, pero eso es irrelevante. Esta película debe verse como un evento cultural de suma trascendencia.
Una paloma reflexiona sobre la existencia desde la rama de un árbol (Roy Andersson)
La culminación de la trilogía de la vida del sueco Roy Andersson es un monumento conmovedor sobre la melancolía. Con un minimalismo tan nórdico como universal, sus tableaux vivants sobre la pesada vida social en una Suecia imaginaria reflejan su actitud hacia la anomia, el consumismo y el pasado europeo. En este grisáceo país Gustav III todavía lucha con los rusos y secuestra jovencitos para calentar su cama en la noche, mientras que un fracasado vendedor de juguetes sueña con torturas coloniales. El único remedio a esta pesada existencia es el amor. El sol sale solamente para un par de amantes en la playa y para una mujer que besa los pies de su bebé. Hay esperanza en el mundo y está en los demás, que no son otros: somos nosotros.