I've never been in love before

now all at once it's you

it's you forever more

I've never been in love before

I thought my heart was safe

I thought I knew the score

But this is wine

It's all too strange and strong

I'm full of foolish song

And out my song must pour

Chet Baker

En una de las escenas más memorables de La La Land (USA, 2016) -el tercer largometraje del treintañero Damien Chazelle- tras una serie de encuentros y desencuentros (que incluyen una cuasi mentada de madre de carro a carro en el tráfico infernal de Los Ángeles), Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling), finalmente comienzan a platicar y conocerse. El escenario es surreal: un atardecer de tonos rosados, una banca y un poste de luz. El flirteo entre ambos comienza. El baile y el canto es inevitable. Es el milagro de la sincronía que comienza a gestarse entre dos: Mia y Sebastian, el público y la película, el amor y el baile.

La La Land es una invitación a maravillarse con el milagro de la sincronía. Para Chazelle, música y cine van de la mano, su pasión por el jazz se expresa en las palabras siempre vehementes y apasionadas de sus personajes (“el jazz es una batalla...es el futuro”) mientras que su pasión por el cine se expresa en cada uno de los fotogramas de esta cinta. Aquí conviven la era dorada de Hollywood con la Nouvelle Vague, el jazz con el musical típico de Broadway (aquel sorprendente show stopper del inicio), la comedia romántica y el drama, la energía del showman con la sensibilidad del artesano.

Llena de gozo ver cuando un director hace la tarea, y Chazelle es un alumno aplicado: es reconocible por todo La La Land referencias que van desde Woody Allen, Michel Gondry, Paul Thomas Anderson, Charlie Kaufman, hasta las más obvias como Singing in the Rain (Donen, 1952) y Les parapluies de Cherbourg (Demy, 1964). Pero con esto no debe entenderse a La La Land como un pastiche de referencias que se avientan a la cara del espectador, al contrario. Aquí hay homenaje, admiración y reconocimiento a todos ellos, pero también hay adopción. Chazelle es ya un autor, y su cine comienza a ser reconocible por sus muy marcadas obsesiones, siendo la mayor de ellas el debate entre arte, pasión y sacrificio.

En Whiplash (su anterior cinta), Andrew está dispuesto a sacrificarlo todo, deja a la novia, se abstrae de la familia, aguanta las humillaciones de su mentor (J.K. Simmons), todo en nombre del arte, todo en aras de ser el mejor. En La La Land el juego es aún más cruel. En todo momento hay una dualidad contradictoria: la fantasía bulliciosa convive con la realidad llana, la comedia romántica se ve trastocada por el drama, el artificio con la autenticidad.

La fuerza optimista propia del género, que va in crescendo a cada número musical estupendamente montado lo mismo mediante un plano secuencia o una cámara anfibia (extraordinaria cinefotógrafo Linus Sandgren), va acompañado, poco a poco, de un flujo en ruta inversa, melancólico, casi ominoso, que terminará por tomar por asalto la cinta hasta llegar a un final devastador, cruel pero congruente, que inevitablemente acribilla a la audiencia. La música, que en un principio endulza el oído y maravilla la vista con números de baile perfectamente ejecutados, se convierte en una navaja incisiva: aquel solo de Emma Stone que rompe el corazón y el final que no es sino el resumen de la crueldad inherente de la cinta. Todo sueño tiene un costo, todo arte requiere sacrificio.

Ni Emma Stone es Ginger Rogers y por supuesto Ryan Gosling no es Fred Astaire, pero justo eso es lo que los hace más entrañables y más cercanos al público. Es fácil identificarse con Mia y Sebastian, ambos son en efectos dos soñadores, que soportan un trabajo de mierda en aras de alcanzar sus sueños (el jazz y la actuación). El problema es que antes se encuentran el uno al otro. El milagro de la sincronía, la tragedia de lo diacrónico.

Nunca he sido afín a los musicales, su fulgor me es inasible. Y sin embargo La La Land tiene esta rara cualidad de ser un musical que no niega la otra cara, que asume el baile como la forma de rebeldía más básica, que se despliega en el gran espectáculo pero recorre también los entretelones, que no peca de ingenuidad y por ello rehúye a ser un simple escapismo.

En la época de la Gran Depresión, los musicales eran el bálsamo ante la horrenda realidad. Chazelle se niega a ser tan condescendiente, pero es bueno saber que alguien trae de regreso este género justo en el umbral de una era que se adivina también muy deprimente.

@elsalonrojo

@filmsteria

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