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The Witch: el desamparo de la fe
El cine de terror es un género proclive a las fórmulas, cuando una cinta encuentra una nueva, pronto vendrán otras que emularán el truco hasta que se desgaste o se descubra una nueva fórmula para copiar. Así pasó con el slasher, el gore, el survival horror, y muchos más.
The Witch -la ópera prima del otrora diseñador de producción y hoy convertido en director, el norteamericano Robert Eggers- destaca por encima de cualquier otra película de terror justo porque no parece ser la copia de ningún género. En todo caso, esta cinta abreva de la fuente primigenia de toda historia de terror: los cuentos y relatos que nuestros antepasados (en este caso los padres fundadores de norteamérica) contaban al calor de la fogata y que no eran más que la expresión misma de sus propios miedos.
Escrita por el propio director, The Witch sucede en Nueva Inglaterra, alrededor de 1630. William (imponente Ralph Ineson), un arrogante y sumamente religioso padre de familia, acepta el juicio de la comunidad quienes lo condenan a él y su familia a abandonar el pueblo a causa de un conflicto de carácter religioso que nunca se explica del todo. Acto seguido, la familia en cuestión se va (literalmente con todo y chivas) para construir una granja en medio del bosque, en completa soledad pero siempre encomendándose a dios.
Una mañana, la adolescente de la familia, Thomasin (Anya Taylor-Joy) juega con Samuel, su hermano recién nacido. En un abrir y cerrar de ojos, el bebé desaparece sin explicación alguna. El bosque se lo ha llevado. Así, la paranoia se apodera de la familia, quien no obstante temerosa de dios, no descarta lo peor: el diablo, en alguna de sus formas, los acecha en la forma de ese denso y ominoso bosque que los rodea, de ese crujir de la madera, en esos extraños animales que aparecen de la nada. Algo terrible está allá afuera y a esta familia sólo le queda rezar y creer.
Eggers hace un estupendo trabajo de ambientación, filma en un bosque real, la mayoría de las veces con luz natural, con un cuidado meticuloso en los detalles, el vestuario y los sonidos que emanan del bosque. Sutil en el manejo de los espacios, algo abigarrado en la elección musical (si acaso el único de los artificios en el cual cae en exceso) no obstante que la música no es el factor de terror (como suele ser de manera clásica en muchísimas películas del género), aquí su arma favorita es la edición, con cortes directos, abruptos, que caen como hacha y que provocan que el público brinque en la butaca.
Visualmente la película pareciera querer emular las pinturas de Goya y Caravaggio, espacios oscuros donde la única fuente de luz está al centro del cuadro, rostros duros, en penitencia. La oscuridad es una constante, el director no teme incluso mandar todo a negros de manera sostenida, varias veces, haciendo una ominosa pausa que lo único que provoca es que se eleve la tensión.
No obstante el despliegue casi artesanal de su manufactura, el anclaje que nos ata al miedo son las actuaciones, desde el padre, su esposa (Ellie Greinger), los molestos y perturbadores gemelos y por supuesto Thomasin contagian el desasosiego, la incertidumbre, el miedo a la nada que los rodea. Todos los personajes parecen atados a la culpa y a cierto vicio (la mirada lasciva del niño hacia el pecho de su hermana, cierta mentira del padre, etc) pero es la debutante Anya Taylor-Joy quien ejecuta el papel más interesante de todos, una mujer independiente pero vulnerable en una época en que el mero concepto era simplemente incomprensible.
Quien esté hecho al horror de Wes Craven (Nightmare on Elm Street, Scream) o Sam Raimi (Evil Dead, Drag me to Hell) saldrá decepcionado al no encontrar aquí momentos de susto directo que hagan gritar. Estamos más en los terrenos de Kubrick (The Shining), de Polanski (Rosemary’s Baby), de Bergman (Cries and Whispers), incluso de Haneke (The White Ribbon), un horror más cerebral, que parte no tanto de la presencia del monstruo sino del miedo que emana de la ignorancia, de la ausencia científica, del no tener idea alguna del porqué de ciertas cosas y donde la respuesta más obvia es sólo una: el diablo.
La cinta está llena de analogías e imágenes que evocan el sufrimiento cristiano. Lo que veremos es la fe de esta familia puesta a prueba una y otra vez, el pecado que encontrará castigo, la lucha de este clan doblemente expulsado del paraíso (primero de Inglaterra, luego del pueblo fundado en América) y el papel central que tendrá una mujer en este infierno de pecadores.
The Conjuring 2: el placer de la repetición
Si The Witch se aleja en todo momento de las convenciones más clásicas y machacadas del género, The Conjuring 2 (Wan, 2016) se decide con toda convicción por la ruta opuesta: hacer suyos todos los clichés posibles ya antes vistos en decenas de películas anteriores, todo ello en una puesta en imágenes tremendamente efectista y funcional con el único propósito de hacer que el público salte de su butaca a como dé lugar.
En la primera parte de esta saga (¿vendrá una tercera?, yo apostaría que si) el director James Wan coleccionaba algunos de los trucos más viejos del género para aplicarlos con gracia y hasta cierta maestría, pero para esta nueva entrega se nota el agotamiento de la fórmula (si aquella robaba a Poltergeist, ésta roba a The Exorcist, a Nightmare on Elm Street y a sí misma), lo cual compensa con dosis -a veces calculadas, a veces involuntarias- de humor. Y es justo eso lo que hace de esta cinta una experiencia visible aunque insostenible más allá de un entretenimiento de fin de semana. Estamos frente a una pieza por demás olvidable cuyo disfrute radica en la experiencia colectiva de verla en el cine, gritar, espantarse y reir.
Basada en un supuesto caso real ocurrido en Inglaterra en los años 70’s (y cuyo registro -a la Men in Black- sólo alcanzó a llegar a los tabloides), una familia compuesta por dos niñas, un niño tartamudo y una madre soltera (Frances O’ Connor) comienzan a experimentar extraños fenómenos que se tornan cada vez más macabros al punto de tener que salir corriendo de su casa. La opción es llamar a la iglesia, pero como los curitas le temen más al descrédito de andar exorcizando niños que a los casos de padres pederastas, estos deciden llamar a los famosos y ya para estas alturas algo ciscados esposos Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson) para que den fe de que se trata de un demonio o sólo es una adolescente con muchas ganas de llamar la atención.
Hay que reconocer el talento y la convicción de James Wan por la imagen: planos secuencia trucados por computadora (innecesarios pero sin duda vistosos), una iluminación siempre lúgubre (¿por qué nadie prende la luz en esta casa?, por dios), una cámara que parece poseída por el demonio y que flota por todos lados. Contrario a todo esto, el mejor momento de toda la cinta es justo en el que Wan desecha esos juegos y prefiere la sutileza: aquella conversación entre Ed Warren y el demonio, filmada en una sola toma sostenida, cámara fija, y con un fuera de foco que no deja ver nunca a la niña poseída, solo escuchamos su voz aguardentosa y el rostro en primer plano de un Patrick Wilson cuya única arma contra el monstruo es la convicción de la fe y un pequeño crucifijo.
En The Witch nada tiene explicación, la ciencia está ausente, la fe es desamparo y la ignorancia es la principal causa del horror. En The Conjuring 2 es justo al revés, todo debe tener una explicación, una causa, un motivo; aquí el conocimiento es insuficiente y la fe es la única salida.
Son las caras opuestas del terror: aquel que abreva del cine evento, de los clichés preestablecidos, del cine como un happening de fin de semana; y otra que hace del terror una reflexión incómoda sobre la fe, la ignorancia y el fanatismo, que posee una convicción infranqueable por romper los códigos de un género proclive a la auto repetición.
Ambas disfrutables aunque sumamente distintas, sólo una se convertirá -irremediablemente- en referencia obligada dentro del cine de terror.
@elsalonrojo