Más Información
Videojuegos, el nuevo gancho del crimen para captar menores; los atraen con promesas de dinero y poder
“Vamos a dar apoyo a los pequeños agricultores por sequía en Sonora”; Claudia Sheinbaum instruye a Berdegué
Derrota de México en disputa por maíz transgénico contra EU; estos son los argumentos de Sheinbaum y AMLO para prohibirlo
En uno de los mejores momentos de Bridge of Spies (Puente de Espías) -la vigésimo séptima cinta del ya legendario Steven Spielberg- el estoico abogado James B. Donovan (impecable Tom Hanks) hace una pregunta que retumba en el público espectador del filme: ¿Qué nos hace norteamericanos?
La pregunta viene luego de que el propio Donovan le hace notar a su interlocutor que ambos provienen de familias de origen extranjero (irlandeses en un caso, alemanes en el otro). Al fin hombre de leyes, la respuesta es clara para Donovan: lo que convierte a un descendiente de irlandeses (o de alemanes) nacido en Estados Unidos en un verdadero norteamericano no es la simple geografía, es la Constitución, aquel “libro de reglas” al cual Donovan expresa devoción y exige respeto absolutos.
Bajo los ojos de Donovan -y de Spielberg, por supuesto-, no respetar ese libro es no ser un verdadero norteamericano.
Es a partir de este momento donde quedan claras las intenciones de Spielberg. Poseedor de una habilidad nata para detectar y entender la zeitgeist del momento, el director de 68 años de edad retoma esta historia de los tiempos de la Guerra Fría para hablar de lo que sucede en el Estados Unidos actual, al borde de una nueva elección presidencial donde uno de los precandidatos apuesta al odio hacia los extranjeros (los mexicanos concretamente) y al levantamiento de muros que separen fronteras, familias, gente.
Basada en la historia real de propio James B. Donovan, la cinta nos sitúa en 1957, uno de los años más álgidos de la llamada Guerra Fría entre Rusia y los Estados Unidos, la paranoia era generalizada, ambos sospechaban de la capacidad bélica del adversario y temían lo peor, al grado que incluso en las escuelas se educaba a los niños sobre las mejores técnicas para sobrevivir un ataque nuclear. La guerra, la bomba, parecía inminente, sólo faltaba saber quién de los dos apretaría primero el botón.
En ese ambiente, un espía ruso es capturado en Brooklyn; el debido proceso exige que se le haga un juicio justo pero , ¿qué abogado querría defender a un espía ruso en plena Guerra Fría? Así es como conocemos a James Donovan, legista que representa a compañías de seguros y socio de una prestigiosa firma. El caso se le asigna explicándole que en realidad no hay que hacer nada ya que, evidentemente, el espía ruso será sentenciado a muerte.
Donovan encuentra en su defendido a un personaje tan estoico como él mismo. Afable y siempre templado, el espía ruso Rudolf Abel (magnífico Mark Rylance) dista mucho de ser el monstruo que dibuja la prensa, en todo caso, es un profesional que está haciendo su trabajo: no delatar, no revelar, no cooperar. Donovan descubre que el proceso contra Abel tiene varios vicios de origen, por lo que se decide no sólo a defenderlo sino en hacer que la ley se cumpla para el espía, aún cuando ello le provoque el odio de medio mundo.
Si en su pasada película, la multipremiada Lincoln (2015), Spielberg nos hablaba de otro astuto abogado dispuesto a todo (incluso a cooptar voluntades) con tal de hacer una Constitución que incluyera “justicia para todos”, en Bridge of Spies nos narra el periplo por el cual otro abogado, Donovan, se enfrascará en medio de un conflicto internacional con tal de que a Rudolf se le reconozcan sus derechos, no importando la condena social o incluso poner en peligro de los fanáticos a su propia familia. La Constitución no debe violarse, incluso cuando se trate del enemigo.
Con todo lo anterior sería muy sencillo prejuzgar a Bridge of Spies como una película patriotera, pero al contrario, Spielberg retoma este pasaje histórico ocurrido en el peor momento de paranoia y desconfianza hacia los extranjeros para hablar justo del momento actual de paranoia y desconfianza en Estados Unidos hacia los extranjeros.
Para esto, Spielberg recurre a un juego de espejos que se va repitiendo una y otra vez en toda la cinta, ya sea en el poderoso inicio -sin diálogos, filmado con la sutil y hermosa fotografía de Janusz Kaminski- donde nuestro espía ruso se mira al espejo para hacerse un autorretrato (la metáfora perfecta del espía que debe convertirse en otro que no es); ya sea en los personajes de Donovan y el propio Rudolf, dos caras de una misma moneda que comparten el estoicismo, la templanza y el compromiso para sus respectivas naciones; o esa imagen de los extraños que se encuentran a uno y otro lado del puente, en un intento desesperado por recuperar a un agente y un estudiante capturados a cambio del espía ruso.
Con un guión de los hermanos Coen, Spielberg hace de esto un sutil pero acezante thriller político que demuestra las mejores habilidades de un director en plena madurez: el control absoluto de cada toma, el ritmo perfecto, la poderosa edición, los diálogos que hacen de cada conversación un campo de batalla, la actuación increíblemente depurada de un magnífico Tom Hanks (¿otra nominación al Oscar?) y un sentido del humor elegante a la vez que divertido en su burla hacia los clichés de las películas sobre espías.
Una pieza sutil, de una elegancia cinematográfica apabullante que demuestra una vez más la veta humanista de un Spielberg que, lejos de festejar el modo de vida americano, lo cuestiona en esta invitación a buscarnos, siempre, en el rostro del enemigo.
Twitter: @elsalonrojo