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Budapest. Una toma aérea nos muestra a la ciudad en completa calma, desértica y silenciosa; algunos autos abandonados en las calles, con las puertas abiertas, pero ni una sola alma alrededor. A lo lejos, una pequeña niña en su bicicleta recorre las avenidas vacías. Inadvertidamente, el silencio se rompe por fuertes ladridos, las calles se inundan de decenas, cientos de perros que parecieran ir, cual rabiosos tiburones (¿pájaros?), tras la niña. La escena, -imposiblemente fantástica, increíblemente emocionante- parece sacada de una película de zombies o de alguna pesadilla lograda a través de una pantalla verde y la computadora. Nada de ello, se trata de perros reales que de forma milagrosa se ponen al servicio del director.
Con esta nota altísima es como da inicio Hagen y yo (Feher Isten), sexto largometraje del húngaro Kornél Mundruczó sobre una pequeña niña y el fantástico periplo por el cual -tanto ella como su perro- tendrán que atravesar para poder estar juntos.
El Hagen del título es un perro de raza “mestiza”, listo y fiel aunque plebeyo respecto a su raza, que le debe lealtad a una y solo una persona en este mundo: la pequeña Lili (Zsófia Psotta) de tan sólo 12 años. Hija de padres divorciados, Lili se ve forzada por su madre -quien tiene que salir de viaje- a quedarse con su huraño padre, un supervisor de higiene en un rastro, acostumbrado a ver morir diario a reses y vacas. El hombre no entiende la vida sin la muerte de los animales, la niña no entiende la vida sin su enorme y grandioso perro.
El choque de personalidades es tan obvio como inmediato, y el conflicto deriva en crueldad absoluta: el padre de Lili, con poca paciencia para con el perro, lo deja abandonado en una carretera mientras la niña, atrapada en el asiento de atrás de un auto, ve cómo se aleja sin poder hacer nada al respecto.
El relato de Mundruczó (basado levemente en Desgracia de J.M. Coetzee) será la increíble, cruel, dolorosa y -hay que decirlo- muchas veces inverosímil y hasta melodramática travesía de ambos, Lili y Hagen, por encontrarse el uno al otro y a sí mismos, en un proceso de crecimiento que no estará exento de sangre y dolor.
Cual parias, la niña y su perro vivirán toda clase de situaciones que los harán perder la inocencia. Para Hagen será el huir de la perrera municipal, caer en manos de entrenadores de peleas callejeras, descubrir la bestia asesina dentro de sí, aliarse con otros perros y desatar la furia animal que tendrá como resultado la toma de la ciudad, una secuencia que lo mismo evoca al cine de terror, el cine de zombies, así como aquel enigmático “¡NO!” de César en Rise of the Planet of the Apes (Wyatt, 2011).
Irónicamente, para Lili esto no será más que la culminación de un proceso que inició en el momento de la separación de sus padres, desencantada del mundo adulto y de sus constantes mentiras, su única familia es aquel perro, por muy callejero que sea, y estará dispuesta a luchar por él, no importando nada ni nadie.
Quienes sean amantes de los perros se horrorizarán ante las brutales y sangrientas escenas de violencia animal, que van desde las peleas de perros (filmadas con la misma -si no es que más- violencia cuasi explícita de un Amores Perros) hasta una muy polémica escena de un ataque canino a la yugular. Pero al final no podrán sino maravillarse ante la rebelión perruna, una metáfora animal a la lucha de clases europea que pareciera reclamar un nuevo despertar.
¿Fantasía infantil?, ¿realismo mágico?, ¿fábula social o disparate absoluto? Usted decida, pero en todo caso no habría que escatimarle al director su tremenda habilidad para crear atmósferas, generar emociones (de repudio, de asco, de ternura, de horror) y arrancar actuaciones contundentes de quien menos lo esperamos: no sólo el perro protagonista (que en realidad son dos canes gemelos) sino toda esa jauría que se despliega en una Budapest desierta. Una secuencia épica donde las clases más bajas -los perros callejeros y sin pedigrí alguno- reclaman la ciudad como suya.