La historia discurre por caminos inescrutables. A menudo se agazapa, se esconde de la mirada de la sociedad y conspira en la soledad y el silencio, para de pronto irrumpir en el escenario e implantar sus hitos. Y es que desconfía del statu quo, detesta su misoneísmo, el conformismo que lo suele pasmar ante las grandes encrucijadas. Repudia esa paradójica inercia de la inmovilidad que rechaza lo nuevo y que, paralizada por el miedo a los escollos inmediatos y con la mirada fija en el suelo, se rehúsa a buscar nuevos rumbos. Hasta que el devenir histórico se le abalanza, arrasando todo a su paso.

Son muy pocas las ocasiones en que el cambio encuentra rápidamente adalides y cauces. Sólo un puñado de miembros del establishment es capaz de leer el signo de los tiempos e impulsar los parteaguas. No recuerdo si fue Tocqueville quien lo dijo, pero la frase es maravillosa: en tiempos de cataclismos, hay que escuchar a los locos. A aquellos que esgrimen ideas extrañas, demasiado audaces, a los que contradicen lo que se considera incuestionable y provocan el desprecio de los “realistas” y los “pragmáticos”. Son esos locos quienes, al rechazar los paradigmas imperantes y plantear lo que todos los demás juzgan utópico e inalcanzable, a menudo cambian el curso de la historia.

Los mexicanos estamos hoy cerca de esa coyuntura. Nos agobia la corrupción, nos laceran la pobreza y la desigualdad, nos atemoriza la inseguridad. Nos urge una transformación profundísima. Y sin embargo, regateamos refundaciones. Nos gana la mezquindad. Ahora sí que vemos la tempestad y no nos arrodillamos o, mejor dicho, se abre la tierra bajo nuestros pies y no saltamos. Cuando unos proponemos una nueva Constitución que acerque la norma a la realidad y acabe con incentivos corruptores, otros, los que detentan el poder, responden con un sinfín de objeciones y, ante el alud de evidencias de la disfuncionalidad de la actual Carta Magna, apenas aceptan hacer ajustes, adecuaciones, en el mejor de los casos “una revisión integral”. Cuando unos pedimos una reforma fiscal progresiva para redistribuir el ingreso esos otros asustan a quienes no serían afectados y sólo permiten una limitación menor a sus consolidaciones. Cuando unos exigimos atacar de raíz al crimen organizado arrancándole a los cárteles su poder económico, estrangulando sus redes financieras de lavado de dinero y confiscando sus bienes, los otros argumentan que es muy difícil hacerlo, que lo mejor es seguir abatiendo capos.

Pero pese a todo el cambio de fondo acecha. Espera el momento en que nos sea humanamente imposible eludirlo, cuando la realidad nos abrume y nos obligue al viraje. Es una lástima. Es muy triste que no podamos percibir el tamaño de la crisis y que seamos incapaces de adelantarnos a lo que algún día será inevitable, porque cuando llegue el momento no seremos conductores sino conducidos, mera carne de carga, y no sabremos siquiera a dónde vamos. Peor aún, es probable que en semejantes circunstancias nuestro destino no sea el renacimiento sino, al menos inicialmente, el caos. Y entonces, si al fin entendemos el imperativo del cambio, tendremos que pagar costos muy altos y enmendar las desviaciones del viaje.

No hay transición sin generosidad. No hay sublimación sin grandeza, no puede haberla si las élites no aceptan perder algo, sacrificar una ganancia cortoplacista en aras de un bienestar de largo aliento para todos. México sigue plagado de corruptos, de miserables y de criminales porque quienes podrían encabezar el cambio están obsesionados por conservar su coto de poder y no ven que también a ellos los puede arrastrar la corriente si el dique revienta.

El cambia nos acecha. El filoneísmo se va a imponer por las buenas o por las malas y nos va a forzar a inventar un nuevo futuro, un mejor país. Sólo espero que de algún lado salga una pizca de sensatez y nos movamos antes de que el aluvión se nos eche encima.

Los espero en Twitter: soy @abasave

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