Cada 4 u 8 años pululan en Washington muchos furibundos patriotas que buscan asociarse a los candidatos presidenciales. El “desinteresado” respaldo que les brindan se debe a que comparten sus plataformas ideológicas destinadas a revivir glorias pasadas del país, recuperar su papel de number one en el escenario mundial, defender el american way of life, la democracia, la libertad, la sacrosanta seguridad nacional o los family values frente a temibles enemigos reales o ficticios, presentes o futuros, terrenales o celestiales. Principalmente los republicanos han recurrido a la exaltación nacionalista y nativista para ganar adeptos entre una población educada en un excesivo chauvinismo basado en el dogma: “my country rigth or wrong”.
Ese desbordado patriotismo, sin embargo, suele encubrir objetivos menos idealistas y loables: ambición, codicia, dinero, negocios, incrustarse en el gobierno, poder, etcétera. Lo peor es que, para alcanzarlos, se está dispuesto a cualquier trasgresión, contubernio, cohecho, ilegalidad, arreglo o precio. Por ejemplo, varios fanáticos de la derechista revolución conservadora de Ronald Reagan (McFarlane, Poindexter, North, Abrahams, etcétera) acabaron cesados, multados o encarcelados por crear un gobierno paralelo en la Casa Blanca, violar la Constitución, desobedecer al Congreso, forjar turbios acuerdos con enemigos del país, e incluso por traficar armas y drogas. Todo ello desembocó en el inverosímil escándalo “Irán-Contras” que estuvo a punto de llevar a Reagan al impeachment.
La tragicomedia se repite: comienza a revelarse que, detrás de la populista nueva revolución conservadora de Trump del “America First”, subyacen graves conflictos de interés, compra-venta de favores, sobornos, dinero sucio, espionaje, traición. En efecto, el primer jefe de campaña de Trump, Paul Manafort —renunció el año pasado por ocultar que recibió millones de dólares del gobierno pro-ruso de Ucrania— fue arrestado junto con su brazo derecho, Rick Gates, bajo 12 cargos, que van desde falsedad de testimonio y documental, cabildeo ilegal, lavado de dinero, evasión fiscal, hasta “conspiración contra Estados Unidos”. Otro ex integrante del equipo de campaña, George Papadopoulos, fue detenido en julio pasado, confesó mentirle al FBI sobre sus nexos con los rusos, y se encuentra colaborando con el fiscal especial, Robert Mueller. Como evidentemente alguien no es patriota cuando, para ganar unas elecciones, se colude con un país rival y enemigo, permitiéndole intervenir en la política interna de su nación, lo que en realidad caracteriza al equipo de Trump es un fake patriotism que encubre ganancias ilegítimas, turbios negocios y hasta traición a la patria.
Como señalamos en nuestros artículos de mayo y julio pasados, el insólito esquema que combina corrupción, demagogia política y falso patriotismo es muy extenso, pues incluye a otros funcionarios, a la familia de Trump, y al propio presidente. La Fiscalía encargada del Rusiagate no tardará en fincar responsabilidades al ex asesor de seguridad nacional, general Michael Flynn, quien renunció por no revelar que recibió dinero de empresas rusas y tuvo encuentros con el embajador de Rusia. Lo mismo ocurrirá al yerno consentido de Trump, Jared Kushner, quien es el que más contactos ha tenido con los rusos; a Donald Trump junior que sostuvo encuentros con rusos para obtener información nociva sobre Hillary Clinton, y al propio presidente que, desde hace más de 30 años, mantiene oscuras relaciones de negocios con la oligarquía y la mafia de Rusia. Comenzó pues un espectacular tsunami político que, afortunadamente, precipitará la caída de Trump y de los que comparten su falso patriotismo.
Internacionalista, embajador
de carrera, académico