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Hace unos días, Hermann Bellinghausen publicó un texto en el que recordaba el fin de año de 1993, cuando Jaime Avilés le dijo “en este pinche país no pasa nada” y le propuso “Vámonos a Sarajevo. Allá sí pasan cosas”.
Y vaya que pasaban. La guerra en los Balcanes estaba, como dice el cronista, “tupida, horrible”. Sin embargo, pocos días después empezaría el levantamiento zapatista y, dice el periodista: “Esos días de enero en Ocosingo ni me acordé de Sarajevo”.
Esto viene a cuento, porque sobre el camellón del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, a la altura del número 222, se montó una exposición de fotografía en la que se muestra el periplo de quienes tuvieron que abandonar sus hogares por la guerra en Siria y por la situación en Irak y Afganistán. Son hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, caminando y caminando durante kilómetros, cruzando valles y montañas, todo con tal de alcanzar la costa y cruzar el mar para buscar refugio en Turquía y Grecia y desde allí tratar de pasar a Europa.
La exposición (que estará durante todo agosto), fue organizada por el Seminario Universitario de Culturas de Medio Oriente de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el apoyo de la Secretaría de Cultura del gobierno de la Ciudad de México, y estuvo acompañada de conferencias y películas sobre el tema migratorio, sobre la crisis humanitaria y sobre las dificultades extremas que pasan esas personas, de las que muchos, como dijo Bellinhaussen, ni nos acordamos.
“¿Para qué una exposición así cuando tenemos nuestros propios problemas?” escuché que comentó una persona que pasaba por allí.
México es un país acostumbrado a mirarse sólo a sí mismo y ni cuenta nos damos del daño que eso nos hace. Porque voltear a ver lo que sucede en el mundo es una forma de entender también nuestros problemas y de buscarles solución, ya que no estamos aislados ni lo que nos sucede es único.
Eso sí: queremos que los demás nos miren y ayuden. Cuando ocurrió el levantamiento zapatista de 1994, muchas personas vinieron de todo el mundo a apoyar y a vigilar que no hubiera represión contra los levantados: jóvenes italianos, la viuda de un presidente francés, ONG alemanas, periodistas de EU. Y cuando tenemos situaciones de violaciones a los derechos humanos, pedimos que vengan a México relatores y organizaciones civiles de todo el mundo y hay grupos que llevan nuestros casos a cortes internacionales.
Y es que sólo la presión internacional puede lograr que los gobiernos actúen de maneras diferentes. El caso del gobierno de Trump respecto a los mexicanos (y a los musulmanes) es un ejemplo: gracias a las acciones de muchos ciudadanos de Estados Unidos el hombre no ha podido hacer todo lo que quiere. La intervención de la sociedad tiene peso en los países democráticos y en los países autoritarios también, porque consigue que de afuera se organicen bloqueos económicos y otras formas de presión.
Entonces ¿por qué cuando se expone aquí el sufrimiento de los que salen de sus países en África o Medio Oriente hay quien piensa que no tiene caso hacerlo y que solo deberíamos estar mirando lo que les sucede a los mexicanos?
Y digo a los mexicanos y no digo lo que sucede en México, porque tampoco parece interesar lo que les pasa a quienes no son mexicanos y cruzan por nuestro territorio en su afán de llegar a Estados Unidos. El infierno que viven con las autoridades migratorias, con las policías, con los polleros, con el crimen organizado y con quienes los extorsionan y maltratan no tiene límite. Y pocos son los que se enteran de eso, aunque afortunadamente hay quienes hacen algo por paliar los sufrimientos de salvadoreños, hondureños, guatemaltecos, cubanos, haitianos.
Dejemos de sólo mirarnos el ombligo. Aceptemos que formamos parte del mundo y estemos atentos a lo que está pasando, no cerremos los ojos.