Se acostumbra decir que el sustento de todas nuestras desgracias, desde las económicas hasta las relacionadas con la violencia, desde las naturales hasta las que tienen que ver con la educación, es la corrupción. Y que para salvar el país hay que terminar con ella. Así como hace algunos años lo importante era conseguir la democracia electoral, la libertad de expresión o el respeto a los derechos humanos, hoy el propósito es acabar con la corrupción.

Muchos ciudadanos de buena fe están decididos a llevar a cabo esta lucha, impulsando leyes, instituciones y estrategias para ello.

La más socorrida de estas últimas consiste en evidenciar y denunciar públicamente a algunos corruptos, sobre todo a figuras públicas y, particularmente, a funcionarios del gobierno. Se lo hace constantemente.

Sin embargo, en mi opinión, ésta estrategia está destinada al fracaso. Y digo por qué: porque es la misma que se ha venido usando en la lucha contra la delincuencia, en la que lo que se ha hecho y se sigue haciendo es detener capos. Y no solamente no se ha conseguido parar el tráfico de drogas y la violencia, sino que, por el contrario, ha dado lugar a más, por la creación de montones de grupos delictivos que se mandan solos.

Entonces, para que la lucha contra la corrupción pueda ser exitosa, tendría que partir de una lógica completamente distinta, una en la cual lo que se proponga hacer no sea lo que “debería” ser, ni siquiera lo que es necesario hacer, sino lo que realmente es posible hacer en nuestra sociedad, con su modo de funcionar.

Por ejemplo: se acostumbra acusar de corruptos a funcionarios que ayudan a sus parientes y amigos a conseguir contratos de obra pública.

Cierto que el ideal sería que eso no sucediera y que hubiera verdaderas licitaciones, pero la realidad es que los humanos funcionamos así: recomendamos a nuestros parientes y amigos cuando sabemos de un espacio que se abre. Eso lo hacemos todos: el albañil y la sirvienta, el empleado y la secretaria, el comunicador y el médico, el arquitecto y el que vende seguros, el abogado y el notario. Y eso es perfectamente lógico, porque ni modo de quedarse callado frente a una oportunidad o de recomendar a un desconocido. Y que tire la primera piedra quien no ha recurrido a esto desde para conseguir un empleo hasta para salir de un problema personal, desde para contratar un servicio hasta para realizar un trámite. Porque la realidad es que la nuestra es una cultura familiarista y de amiguismo, de compadres, como la llamó un estudioso.

Entonces, pretender cambiar esto no solamente es difícil sino probablemente imposible. Y hasta indeseable porque, además, este tipo de relaciones ha servido también para sostenernos como sociedad en momentos difíciles.

De modo que la única posibilidad de tener éxito en la batalla contra la corrupción (lo mismo que contra la delincuencia), consiste en ir por otro lado: el de reconocer que ella existe porque tiene apoyo social y que si se la quiere combatir, es desde allí de donde se debe partir. Pero esto es más complicado y requiere de mucho más tiempo y esfuerzo de investigación que acusar a una persona individual.

Por lo pronto, hay acciones que se pueden tomar ya para combatirla. Por ejemplo, en el caso de las licitaciones, se debería hacer la revisión de normas, reglamentos y requisitos que hoy funcionan como retratos hablados. Y, después, se debería obligar a quien consigue el contrato a terminar la obra o a entregar la mercancía acordada sin autorizarle ni un peso más del convenido, y castigarlo cuando esto no sucede, o cuando no se hace en tiempo y forma o no se hace bien. Veríamos entonces qué poco atractivo sería solicitarle una recomendación al primo o amigo funcionario para vender uniformes escolares o para construir una carretera o un aeropuerto, porque los beneficios ya no serían tantos.

Escritora e investigadora en la UNAM
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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