Érase una vez un mundo en el que creíamos en los relatos políticos. Vaya, los primates habladores los tomábamos tan en serio que los llamábamos de otra forma más rimbombante que como relatos —ideologías— y emprendíamos guerras para instalar uno u otro en tramos del planeta.

Eran relatos largos y épicos que por momentos describían con justeza la realidad y en espacios más amplios se desbarrancaban o ascendían volando por infiernos posibles, mas no ciertos, y tierras prometidas utópicas.

Pero al finalizar el segundo milenio, de pronto (en el brevísimo lapso de 20 o 30 años) vinimos a descubrir que las ideologías solo eran lo que eran: relatos —hechos de palabras.

¿Cómo sucedió el desencantamiento?

Así. Surgió una ideología hecha no de palabras sino de números que se declaró una no-ideología. El neoliberalismo. La realidad y su porvenir podían medirse en números, objetivos y fríos. Y la meta era que los números subieran en todo y para todos.

Seríamos todos más ricos. Progresaríamos en lo individual y por tanto en conjunto. La abundancia sería la norma. La Historia de los relatos quedaría abolida: nunca más ensayaríamos otro relato, ¿para qué si este no-relato hecho de números puros anularía la necesidad de cambio en la organización de la especie?

Ya se sabe, resultó algo distinto. Solo subió la espuma de las cervezas, mejor producidas, y los números de las fortunas de unos pocos. De los multimillonarios y de los políticos que asistieron su enriquecimiento.

Además, en nuestro pequeño tramo de mundo, en México, también subieron los números de muertos de una guerra interior mal emprendida y luego abandonada a la inercia de una masacre sin rumbo.

Las matemáticas le fallaron al hormiguero humano de los primates habladores y la enorme mayoría de ellos se quedó con un saldo en cero: desilusionada de los números y sin la antigua creencia en las palabras, combatiendo duramente por una sobrevivencia precaria —o más o menos esforzada.

Así llegó la especie a la década 2 del tercer milenio. Incrédula.

Y vino a suceder entonces, en nuestro pequeño tramo de planeta, en México, el momento de las nuevas elecciones de un rey temporal.

Los candidatos al trono decidieron ofrecerle a su incrédulo electorado spots en lugar de largos relatos. Programas asistenciales en lugar de utopía. Tablets o tarjetas intercambiables por dinero a cambio de sus votos.

Y sin embargo, entre los aspirantes a rey temporal, el más antiguo, el que todavía recordaba aquel remoto tiempo de las ideologías, ofreció un proyecto. No un relato distendido de cambio total, no: solo un modesto proyecto, apenas de 3 puntos, bastante sencillos.

1. Separar a lo político de lo económico (acabar con la Corrupción).

2. Buscar un armisticio en nuestra guerra interna.

3. Buscar un poco de mayor igualdad económica.

Nada más. Nada menos.

Es curioso, pero aún esas discretas promesas les parecieron desaforadas a los analistas políticos de nuestro tramito de planeta. En su mayoría seguían siendo creyentes de la no-ideología de los números, y no habían percibido su absoluto descrédito entre los muchos, así que llamaron al candidato de la promesa de 3 puntos con nombres tremendos. Populista. Demagogo. Tramposo. Egocéntrico. Autoritario.

Y el peor insulto: Mesías. Es decir, prometedor de un futuro mejor.

Y previeron que su triunfo nos traería desastres sin fin. Devaluaciones. Expropiaciones. Hambrunas. Sismos repentinos. La invasión de los océanos.

¿Por qué no prever aquellos desastres? De un tipo capaz de prometer un cambio, y más: un regreso a la fe en las palabras, podía esperarse que también se propusiera desmontar al país para rearmarlo a su antojo y que en el proceso el país se le destrozara entre las manos.

Lo dicho: eran tiempos de descreencia, donde creer en algo futuro era el mayor tabú.

Así, llegado el día de la votación, los electores tuvieron que decidir entre tablets o tres promesas. Entre tarjetas válidas por mil 500 pesos o un pequeño salto de fe. Sobre todo: entre creer en un cambio propicio o votar contra el peligro de un cambio.

Cambio sí o cambio no: así terminó por decantarse la opción en la mayor parte de los corazones de los electores.

Aquel domingo nublado, todavía en el camino a las urnas, buena parte de los electores venía pensándoselo, y por eso sus pasos eran titubeantes y tropezaban de pronto contra postes de luz o contra perros u otros electores.

En cambio los electores que había decidido creer, aunque fuera por la última vez, iban más ligeros a las urnas, aunque respirando aprisa y con taquicardia, porque el futuro tiene una extraña cualidad: no existe, hasta que ya es presente e inevitable.

Mientras tanto, entre los acólitos cercanos del candidato también la duda hacía oscilar las mentes y los pasos. Muchos suponían que a pesar de las tres promesas, llegados ellos a las oficinas de gobierno, harían su fortuna negociando con los multimillonarios, exactamente igual que los anteriores ocupantes de las mismas oficinas, y celebraban de antemano la cínica astucia de su líder. El genial mentiroso.

Otros en el mismo equipo íntimo del candidato esperaban precisamente lo contrario: suponían que las tres promesas se cumplirían metódicamente y bajo la severa vigilancia de su austero líder. El honesto valiente.

Por fin, dos ejércitos bien organizados también se distribuían de urna en urna. El ejército de los tramposos que con 101 trucos se proponían modificar los resultados de la elección. Y el ejército de observadores, que pretendía impedirlo.

Tiempos de trampas y tiempos de vigilancia.

Tiempos de duda. Tiempos de fe modesta.

Tiempos de no creer o de sí creer. Aunque fuera por última ocasión.

Nota. Esta columna ha sido pagada por Morena. (No es cierto.)

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