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México no es el mismo a partir de las elecciones del pasado domingo que arrojaron una mayoría contundente a favor del cambio histórico. Es la primera vez que una transformación profunda del país se produce sin que medie una lucha armada, tan sólo una revolución de las conciencias. Desde luego no podemos olvidar las víctimas en nuestro bando que sembró la cacería de Salinas de Gortari, aunque éste ya haya levantado la mano para la reconciliación. Tampoco los recientes muertos por la violencia política. La sociedad ha derogado el ciclo del neoliberalismo que habremos de desmontar cuidadosa pero firmemente. También ha cerrado un largo periodo en nuestra historia que nace después de la revolución y se entierra ahora por un gran movimiento de esperanza nacional.
Con razón hemos hablado de la Cuarta República Mexicana. Ocurre que todas las refundaciones democráticas tienen como eje las asambleas parlamentarias articuladoras del cambio, los congresos pueden ser tanto servidores de las oligarquías como órganos irremplazables para la Reforma del Estado. A diferencia de los populismos encarnados por líderes —generalmente de derecha— que cabalgan sobre la ruina de las instituciones, las grandes reformas liquidan un orden injusto para crear una nueva institucionalidad. Ese ha sido nuestro objetivo histórico, explícito desde el movimiento de 1988 y la creación de aquel heroico Partido de la Revolución Democrática, renovado a cada paso con el crecimiento de la oleada ciudadana que hundió en el naufragio una larga secuela de opresiones.
En nuestra trayectoria independiente todas las aspiraciones de justicia y libertad han sido encarnadas en leyes, como asentara José María Morelos. El error más grave de Agustín de Iturbide fue vestirse de traje imperial cuando tuvo a la mano la conversión de la Constitución de Cádiz para instaurar un régimen federalista e incluyente, en favor del cual hemos tenido que bregar desde entonces. Benito Juárez abogó hasta el cansancio por un marco jurídico nacional e internacional que expresara la soberanía popular: “entre los individuos como entre las naciones…”
El proceso de la Revolución Mexicana, a partir de Ricardo Flores Magón, estuvo nutrido de planes, programas y proyectos legislativos. La primera expresión de estos afanes fue la Soberana Convención Revolucionaria que delineó un sistema anti-presidencialista con el predominio de un parlamentarismo popular. La Constitución de 1917 refleja la antinomia conceptual entre liberalismo del siglo XIX, que invocaba Venustiano Carranza y las demandas igualitarias que desataron los bandos en contienda.
El constitucionalismo como bandera simbólica del progresismo permeó la conciencia pública al punto que los gobiernos postrevolucionarios lo adoptaron como máscara de sus empeños sexenales, la mayoría de los cuales fueron en detrimento de la soberanía de los estados y municipios y en favor de la sustitución del equilibrio de poderes por la hegemonía del Ejecutivo. Más de 900 reformas de las cuales la tercera parte fue introducida por los gobiernos entreguistas de las tres últimas décadas. Ha sido nuestra convicción insobornable que el país requiere una nueva constitucionalidad para no seguir repitiendo los vicios del pasado.
Por razones tácticas el presidente electo ha omitido en tiempos recientes referirse a la Nueva República, para ello espera construir un consenso nacional en torno a sus planteamientos.
Sin embargo llegará pronto la hora en que concrete su proyecto político en programa de gobierno y luego en un nuevo esquema constitucional. Irremediablemente va a establecerse el primero de septiembre una mayoría abrumadora en las cámaras de Diputados y Senadores y antes que surjan las resacas habrá que aprovechar un tiempo irrepetible para iniciar reformas legislativas, muchas de las propuestas adelantadas lo exigen: desde la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal hasta el régimen de fueros y privilegios, por no hablar de una política exterior de Estado.
Sobre todo se requiere limpiarle el rostro al Congreso que es ahora espejo y fuente de la corrupción. Hay que poner un alto a los moches, las transas y los arreglos subterráneos. La conversión a un parlamento abierto, transparente y democrático legitimará las propuestas transformadoras. Es menester transitar de una partidocracia voraz a una mayoría activa y consecuente que traduzca la decisión inapelable de las urnas en normas de carácter obligatorio.
Comisionado para la reforma
política de la Ciudad de México