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Guachochi, Chihuahua

Corre para no perder. Para no tener hambre. Para que rinda lo que tiene sembrado. “Para ganar, nomás”. También para tener dinero, para que no falte la comida. Es rarámuri y cruza la meta del ultramaratón de 100 kilómetros en la Sierra Tarahumara, después de correr 11 horas y media.

No es el primero, él llegó dos horas después. Llegó brincando, llegó sonriente, llegó como primero de su categoría. Esta no será la primera vez que cruzará la meta en el día. Ya no es un niño. Tiene 45 años, ocho hijos y más de mil kilómetros recorridos en ultramaratones, maratones, mediamaratones y 10 kilómetros, más la distancia de sus caminatas diarias de seis horas.

Santiago Ramírez no conoce el tiempo del cronómetro. Se levanta cuando su cuerpo se lo pide y al ritmo de sus pasos mide la distancia entre el amanecer y el anochecer. Sabe que su día le rinde para ir por agua en la mañana a unos 5 kilómetros de su racho en la comunidad de Ciénega de Nogorachi, en la Sierra Tarahumara. Revisar su cosecha. Ir metros arriba y desde una piedra gigante que flota entre la caída y la cúspide, buscar a su caballo. Caminar seis horas con sus cinco hijos a la Ciénega, pasando entre veredas y sombras de los árboles para regresar con unos chiles y cebolla de la tienda más cercana. Su esposa y su hijo recién nacido los esperan.

La mañana previa a la competencia, sonriente, mira una fotografía que está en los promocionales de la carrera. Una persona se para a su lado y Santiago comienza a contarle que el de la foto es él. Lleva un paliacate rojo en la frente, playera blanca de la competencia, tagora (taparrabo) blanco y guaraches, pero en la mano izquierda lleva cargando unas sandalias de mujer. Enfrente de él está una de sus hijas, que después de que se le rompieran sus zapatos terminó la competencia descalza. Ese día corrieron 63 km.

Él no lo sabe, pero al día siguiente será la doceava persona en recorrer el camino desde el quiosco de Guachochi (a 411 kilómetros de la capital), hasta el empedrado que lleva al mirador de la barranca la Sinforosa, 20 kilómetros adelante, para luego bajar mil 800 metros entre caminos sinuosos marcados por listones rosas y luego subir atravesando serpientes, cascadas, veredas no más anchas de 30 centímetros, hasta cruzar un puente colgante (48 km), subir una colina empinada, regresar al centro, dar media vuelta y volver a bajar y subir la colina para regresar a Guachochi (100 km). No correrá solo. Atrás de él vendrán cuatro de sus ocho hijos, que correrán 100 km y 63 km.

Santiago cuenta, sentado en una de las dos camas que hay en su casa, que cuando corre no piensa en nada. Su cabeza va sintiendo el ritmo de sus pasos y aguanta el dolor de rodilla, los calambres y el dolor de estómago. Se prepara comiendo tortillas y frijoles, además del pinole que agrega la organización en los puntos de hidratación. Hay agua con potasio, frutas, refresco, Gatorade, suero.

Cuando se le pregunta cuándo fue la primera vez que corrió, responde que siempre lo ha hecho, que su papá y su abuelo corrían mucho “cuando eran nuevos” y que así siempre se acuerda de ellos. A diferencia de sus tres hermanos, Santiago es el único que corre, los demás se dedican al campo, y una de ellas trabaja en la capital del estado.

La gente de Guachochi sigue hablando del día en que un hijo de Santiago, de tan sólo cinco años, ganó la carrera de 21 kilómetros. “Acá la gente corre desde siempre. Cuando juegan bola [juego tradicional de los rarámuris] se pueden pasar hasta cuatro días seguidos jugando”, dice Jorge Estrada, encargado de Turismo de la ciudad y organizador del ultramaratón.

Correr en zona de riesgo

Esa misma noche, la familia Ramírez Hernández está reunida en el centro de Guachochi esperando las indicaciones de los organizadores. Santiago no deja de hablar con su hijo mayor, quien lleva casado tres de sus 24 años y tiene dos hijos. Mientras, sus hijas María Talina, de 23, que correrá 63 km; Lorena, de 20, y Juana, de 16 años, que correrán 100 km, están sentadas en una banca sin hablar. Observan a los fotógrafos captando sus imágenes y no dicen nada.

Desde hace 18 años se corre el ultramaratón en la ciudad de Guachochi, las primeras dos ediciones se realizaron en Creel. Éste es uno de los más importantes de la región, junto con los 80 kilómetros que se corren en Urique, conocida por ser parte de la historia narrada en el libro Nacidos para correr, de Christopher McDougall en 2009. En los últimos años, esta carrera se ha visto afectada por la violencia de la zona.

Santiago recuerda bien la carrera del año pasado en Urique, dice que no pudo llegar en el “rápido” [camión de la comunidad], debido a que a mitad de la carretera había una camioneta incendiada. Ellos se bajaron y caminaron una hora para llegar. A pesar de haberse cancelado por la violencia registrada, la presión de los rarámuris hizo que los organizadores cedieran y que corrieran con el sonido de balaceras. Para ellos es una de las carreras mejor pagadas.

En Guachochi, dicen, se respeta la competencia. Una cuadrilla del Ejército resguarda la entrada a la ciudad. Ve pasar a los más de 2 mil corredores que arriban, hora a hora, dos días antes de la carrera, de muchas partes de la República y algunos extranjeros. Saludan con sus armas al hombro, sonríen.

Con ofrecimientos internacionales

Son las cinco de la mañana y entre los gritos de los runners, playeras fosforescentes, licras, camelbacks y lámparas, van Santiago y sus hijos; 20 kilómetros después, él les lleva media hora de ventaja.

Los premios que se reparten en las dos principales carreras del año en la región, Urique y Guachochi, son de 35 mil y 25 mil pesos, respectivamente. Juntos representan 14% de lo que se otorga en el maratón de la Ciudad de México (450 mil pesos) y quedan muy lejos de los 2 millones y medio de pesos que se dan en competencias como Boston o Berlín.

Este año, Santiago ha corrido en cuatro carreras a lo largo de la República: Ciudad Juárez, Mazatlán, Ciudad Victoria y Querétaro. Se ha llevado a sus hijos a participar con él y han ganado primeros lugares. Dice que una vez un japonés lo invitó a correr a su país y que también le han ofrecido ir “al estado de Alemania”. No ha podido aceptar porque no puede sacar su pasaporte, explica.

Han pasado 11 horas y 15 minutos desde que inició la carrera y el organizador del ultramaratón arriba a la meta y anuncia que Santiago ya viene, pero está todavía retirado.

Quince minutos después, con el mismo paso de arranque, Santiago cruza la meta brincando. Su hija Juana, la más joven de las corredoras, viene rezagada, y sus hermanos dicen que le dolía el pecho. Después de tomar una naranja y guardar el reconocimiento de la carrera —en forma de un tambor rarámuri—, Santiago decide tomar una camioneta e ir por ella.

Después de esperar a Juana en la subida de la colina y cruzar el camino que dejó la lluvia que acompañó en la última hora a los corredores, Santiago baja de la camioneta y comienza a correr con ella: “¡Vamos, vamos, vamos!”.

Con 100 kilómetros encima, el rarámuri se da el lujo de hacer un sprint [acelerar] para conseguir la máxima velocidad posible, por cada 10 pasos. Y así él y su hija dejan atrás a los otros corredores.

Con la entrada a la ciudad no sólo el sonido del guarache con el asfalto cambia. Los aplausos de la gente al ver el esfuerzo de padre e hija aumentan conforme la distancia de la meta se acorta. Fueron 15 horas y media para llegar a cruzar la meta. Son 105 kilómetros que Santiago corrió un día de verano en la Sinforosa, pero pudieron ser 100 más si se lo proponía.

Un día antes del ultramaratón, Santiago Ramírez pregunta cuántos kilómetros hay de su casa a la carretera. Son 38. Nunca se lo había preguntado. Él no mide tiempo ni distancia, sino acciones con base en sus pasos. Corre para no perder, para no tener hambre. Es rarámuri y corre el ultramaratón de 100 km de Guachochi, Chihuahua. Para ganar...

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