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Don Irineo Nava asoma la cabeza de la casucha de paredes de cartón donde vive. Desde afuera se alcanza a ver un camastro tendido con un sarape y el piso de tierra. También hay una hamaca colgada del techo de lámina. El patio está salpicado de piedras de todos tamaños y tres perros gruñen desafiantes.
En la parte alta del cerro donde se yergue la casa, rocas inmensas penden, amenazantes, al capricho de la gravedad. Metros más arriba, siete fosas clandestinas fueron el destino, hace dos semanas, de 10 cadáveres; autoridades las descubrieron hace un par de días.
Don Irineo, de 80 años, vive en esta colonia, La Olímpica, que se ha convertido en el anfiteatro de Acapulco desde hace mucho tiempo. Ya vivía acá cuando el huracán Paulina devastó el puerto en 1997. Los trabajos de exploración del predio y el rescate de los cuerpos tardó dos días. Ahora sólo están las tumbas vacías —de no más de dos metros de profundidad— esparcidas en un radio de 100 metros en el cerro El Veladero, una de las reservas naturales más importantes del municipio y desde donde se aprecia, inmenso, el Océano Pacífico.
Más que números
Cuando se encontraron los 10 cuerpos, entre ellos los de tres mujeres, corría la última semana de junio de 2015 y en Acapulco habían ocurrido 345 asesinatos. Este municipio es el más violento del país, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal.
Una investigación hemerográfica realizada por este diario revela que, de enero de 2015 al cierre de julio, se habían registrado 483 asesinatos violentos en el puerto; un promedio de dos ataques al día.
Desde que inició 2015, los homicidios comenzaron a tener grandes picos en uno de los balnearios más importantes con los que cuenta el país: en enero ocurrieron 35; en febrero 45; en marzo 30; en abril 84 y en mayo, el mes con más crímenes, 105. Junio terminó con 79. Y julio, nuevamente con 105 ; es decir, 483 asesinatos violentos en siete meses.
Aunque las cifras de crímenes en este puerto se resguardan como si se tratara de un secreto de Estado, ya que ninguna entidad de los gobiernos estatal o federal las proporciona a detalle, la Secretaría de Seguridad Pública mantenía un registro de 336 “homicidios dolosos” en Acapulco de enero a mayo de 2015, lo que significa 42% más que el mismo periodo del año anterior, donde ocurrieron 237.
Y la Fiscalía General del Estado manejaba cifras de 943 “asesinatos dolosos” en la entidad, de enero a junio de 2015. Randy Suástegui Cebrero, vocero de la fiscalía, proporcionó el dato, pero se negó a dar detalle por municipios.
El año pasado, el sitio cerró como la tercera ciudad más violenta del mundo, sólo detrás de la centroamericana San Pedro Sula, en Honduras, que se ubicó en primer lugar, y abajo de Caracas, Venezuela, que estaba en segundo sitio, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal.
San Pedro Sula cerró 2014 con 171.20 homicidios por cada 100 mil habitantes; Caracas con 115.98, y Acapulco con 104.16 homicidios por cada 100 mil habitantes. Las tres ciudades ocuparon los mismos tres sitios en 2013.
Pero, ¿quién mata cuando matan en Acapulco? Según el fiscal general del estado, Miguel Ángel Godínez Muñoz, el perfil de los asesinos es de chicos menores de 20 años que se mueven en algunos de los cinco grupos del narcotráfico que operan en la ciudad: el Cártel Independiente de Acapulco (Cida), Los Ardillos, Los Rojos, La Familia Michoacana y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Tener 26 años significa ser veterano y tener posibilidades de liderar una célula delincuencial, de acuerdo con testimonios recabados por EL UNIVERSAL.
Matar a cambio de 10 mil pesos
El Chuy bajó de la motocicleta, sacó su arma 9 milímetros de la mariconera y disparó tres veces en la cara de un hombre que nunca había visto. Que nunca sabrá quién fue. Los transeúntes que oyeron las detonaciones corrieron sin mirarlo.
Era mediodía. El sol acapulqueño caía sobre su espalda semidesnuda. Subió a la moto que dejó encendida sobre la avenida Cuauhtémoc y luego arrancó con rumbo al punto conocido como Llave de Agua. El sudor que le escurrió por la frente lo cegó de pronto. No perdió la calma; tomó una toallita que siempre carga en la pretina de su bermuda y se secó sin soltar del todo el manubrio. Una gota de agua salada manchó una de las micas de sus gafas amarillas.
En la Llave de Agua bajó hacia la colonia Cumbres de Figueroa, luego tomó la avenida Farallón y retomó por la costera hacia la Base Naval. Rodó por la avenida Escénica hasta llegar al crucero de Puerto Marqués y allí se perdió. Por ese trabajo cobró apenas 10 mil pesos.
Este diario hizo contacto con él una tarde de miércoles en una vivienda construida en las afueras de una colonia cuyo nombre no se conoció, ni tampoco por dónde se llegó. El joven fumaba bajo un árbol de mango cuando llegamos a la casa ocupada por una docena de chicos de entre 20 y 25 años. Estaba sentado en un tronco muy liso, como si le hubieran sacado brillo. El patio, cercado con un corral de maderos y alambre de púas, estaba alfombrado de hojarasca. Una verja del mismo material detiene a cualquier intruso.
El trayecto fue de al menos 40 minutos por una carretera de terracería. Colonias con casas de tabique sin revocar brotaban como hongos por todas partes. Cerdos en charcos y niños de barrigas prominentes corrían con ellos. Algún pollo o una gallina se atravesó más de una vez por el camino, y muchos perros bravos.
El Chuy era apenas un quinceañero cuando se inició en el grupo. Siempre dijo grupo, nunca banda, clica, cártel, célula, y si se mencionó alguna de estas palabras durante la entrevista, el chico corrigió enseguida.
—Somos un grupo, un grupo de amigos. Somos familia. Nos tenemos y eso nos gusta — explicó el joven líder.
Se le preguntó para quién trabajaba su grupo. Dijo que para nadie, que apenas había conseguido independizarse. De acuerdo con la Fiscalía General del estado, en Acapulco opera al menos media decena de células ligadas al narcotráfico: el Cártel Independiente de Acapulco (Cida), Los Ardillos, Los Rojos, La Familia Michoacana, y el Cártel Jalisco Nueva Generación, que lucha apenas por entrar. Cada grupo domina algún sector de la ciudad. Nada se hace sin el consentimiento de alguno de ellos.
El Chuy tiene ahora 26 años. El día del encuentro estaba vestido con una playera sin mangas y una bermuda a cuadros morados o lilas que le daba un aire indefenso. Blanco, flaco y con ojos de color indefinido por las gafas de micas amarillas que llevaba, como aquel día en que ejecutó a un hombre en la avenida Cuauhtémoc, tal como lo platicaría después, cuando se le preguntó cuál era el recuerdo más claro que tenía de un día como esos.
—Fue así— dijo el joven, y entonces dio algunos de los pormenores.
La plática no duro más de una hora. Y terminó así, de pronto. Le hablaron de adentro de la casa a la que nunca entramos. Se incorporó sin decir “ahora regreso” y no volvió más.
Se le esperó un rato, viendo que todos entraban. Luego salieron tres chicos nuevos, desconocidos, y dijeron que El Chuy no volvería a salir, que había sido todo. Señalaron otro auto y regresamos hacia la zona urbana de Acapulco.
“Yo iba a la escuela, en un Bachilleres, pero tenía que trabajar de toldero para vivir —comentó El Chuy cuando se le pidió hablar sobre él—. Tuve a mis dos padres, seis hermanos, y no les alcanzaba, y yo tenía más ambiciones. Un amigo de la escuela me platicaba lo que ganaba por lo que hacía y yo le insistí para que me presentara a sus patrones. Él no quería, me decía que era riesgoso. Yo creía que sólo fanfarroneaba. ‘Verga, y tú qué crees, ese, que soy un cobarde’, le decía para picarlo. Por fin me acomodó en el grupo, primero como informante. Lo demás corrió de mi parte. Quería hacer lo que los demás hacían, quería que me respetaran. Luego a él lo desaparecieron”.
—Pero los chicos acá pueden contar lo mismo que tú, ¿no?
—¿Cómo qué?
—Pobreza, ambición, ganas de sobresalir. Ganar respeto...
—¡Yo qué sé, ese! Yo hablo por mí, tendrías que preguntárselo a ellos.
—¿Pero no hay una especie de meta, de objetivo entre ustedes, de competencia por sobresalir, por hacer el trabajo más arriesgado?
—Eso sí, y sobresale el más capaz, el más arriesgado, quien no tiene miedo.
—¿Tú no tienes?
—¿Qué?
—Miedo.
—En un principio sí. Cuando me encargaron el primer trabajo me cagué de miedo, ese. Todavía lo siento, pero más bien creo que es adrenalina… no sé.
El Chuy pasó por todos los lugares antes de hacerse jefe de la banda. Ha vendido porros de mota, grapas, piedra y heroína, “pero esa mierda ya no la quiero, me gusta menos. El chubi me gusta porque me relaja. La coca me pone nervioso y hasta paranoico. Eso sí, nunca voy coco o pacheco a hacer un trabajo. Eso sí. Lo aprendí un día en que casi le doy piso a uno que no era. ¡Verga, eso sí me espanta, ese!”.
El Chuy bien puede ser autor de unos cuantos asesinatos de los 483 que se tienen contabilizados hasta ahora en Acapulco.
—No sé— dijo— no sé. ¿Para cuántos les gusto?— jugó después de un rato de plática, como entrando en confianza.
—Unos 20 (asesinatos) tal vez— dijo al fin.
Tampoco se le preguntó si él había sido o no autor de algunos de los crímenes más sonados en el puerto este año, como el del jefe de la Policía Municipal Daniel Pérez Crisóstomo, asesinado en abril. Aunque tampoco le importa. Según dijo, tiene mucho que no mira los periódicos para saber a quién mató esta vez.
Un lugar común
El fiscal general del estado, Miguel Ángel Godínez Muñoz, tiene una explicación a todos estos crímenes: “No pasa nada”, dice, y basa su expresión en dos cosas: quienes mueren son gente “al parecer” ligada al crimen organizado, y los índices de violencia que van hasta ahora no han rebasado los números anteriores. Por eso, insiste, “no pasa nada diferente a lo que estaba ocurriendo antes”.
Lo que dice Godínez tiene lógica en la lógica del gobierno. No muchos días antes, el 26 de junio, el gobernador Rogelio Ortega Martínez declaró, ante reporteros, que entregaría al gobernador electo, Héctor Astudillo Flores, un estado “en paz y armonía”. Lo dijo cuando los números de homicidios violentos estaban por encima de los 350 sólo en Acapulco, y cerca del millar en todo el estado, según cifras oficiales.
No hay mayores registros en el municipio que puedan explicar qué pasa. La generalidad, el lugar común es que los cárteles de todos los nombres se pelean el territorio. Lo cierto es que estos grupos están reclutando jóvenes de diferentes colonias. Chicos cada vez más chicos. Y aunque también es un lugar común decirlo, el fiscal Godínez lo reconoció en una entrevista. “La media —dijo— es que quienes cometen este tipo de delitos en Acapulco son muchachos de menos de 20 años”.
—¿Quiénes son las víctimas?
—Al parecer son gente vinculada al crimen organizado.
—¿Cuál es el tipo de arma que más utilizan los homicidas?
—Armas cortas, [calibre] 38, 9 milímetros, o calibre 45.
—¿Qué está pasando?
—No pasa nada diferente a lo que estaba ocurriendo antes.
—¿Por qué dice eso?
—Los índices actuales no han rebasado los números anteriores.
jram