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Rosa, una rolliza señora de setenta años que no mide más de un metro y medio, ha horneado hot cakes con mora y me ofrece un plato repleto de ellos. El ostentoso departamento no es suyo: pertenece a un consultor de negocios mexicano, a quien conozco por el trabajo. Rosa es su muchacha, el anticuado término mexicano que se usa para designar a las mujeres, jóvenes o viejas, que trabajan como cocineras y empleadas domésticas. Mi amigo me ha invitado para que conozca a Rosa, porque piensa que ella puede tener alguna historia interesante que contar. Su buena nueva es que, entre trapear pisos y cocinar hot cakes, está tramando un asesinato.
Rosa vive en una colonia pobre del Estado de México, un anillo suburbano que rodea la capital en el que viven 17 millones de personas.
La vida en su barrio es dura, pero en los últimos tiempos se ha vuelto todavía más difícil, gracias a una ola de crimen que no ha sido sancionada por la inútil policía local.
Hace tres meses, una de sus nietas, de 16 años, llegó a casa con su marido y encontró a dos ladrones en pleno saqueo de su casa. Éstos escaparon, pero regresaron más tarde para darle una paliza brutal al esposo con el mango de un hacha, como advertencia para que no los denunciara. “Todavía camina así”, dice Rosa, imitando el extraño movimiento de sus brazos fracturados.
En otro caso reciente, asaltaron a un anciano que vivía solo. Los vecinos respondieron a su llamado de auxilio y llevaron a los ladrones a juicio. Pero de alguna forma pagaron para salir, con fianza o soborno, Rosa no está segura. El anciano murió un par de meses después de un paro cardíaco, a causa del enojo y el sobresalto, afirmó. Hace algunos años, los mismos ladrones asesinaron a dos personas en un asalto en una granja de pollos para robar sólo un par de miles de dólares.
“Entran a la casa, se llevan todo lo que quieren, amenazan a las personas. Nos asustan”, dice Rosa, golpeando con su pequeño puño en la mesa de la cocina. “No tenemos mucho, somos pobres. Se roban las televisiones, los estéreos, las ovejas, las vacas, la ropa, incluso los cables eléctricos.” Y la policía no está haciendo nada al respecto. “Honestamente, no les tengo confianza”, afirma Rosa. “Si las autoridades no hacen nada, ¿qué nos queda? Uno no puede seguir viviendo así. No podemos vivir con el miedo de que en cualquier momento van a entrar a nuestra casa y matarnos.” Recientemente, sucedió algo que le dio la idea de cómo podría resolverse el problema. Iba de regreso a su casa, cuando el camión en que se transportaba fue atacado por rateros en un tramo solitario del camino. Esta vez, sin embargo, los pasajeros se defendieron, dándoles una buena golpiza.
“Pero entonces llegó una patrulla. Y no tuvieron tiempo de acabar con ellos”, indica Rosa decepcionada. Eso les ha dado a ella y a sus vecinos una idea. Están ahorrando para pagarle a alguien para que se deshaga de una vez por todas de los ladrones que los amenazan.
La idea es darles una golpiza, dice. ¿Eso es todo? “Bueno….”, Rosa busca las palabras correctas para describir lo que está por llevar a cabo. “Digamos que si se les pasa la mano… pues ni modo.” Van a buscar en Pachuca, una ciudad cercana, a alguien que haga el trabajo. Ya tiene en mente a un hombre, de unos 40 años, ex militar, que tiene una pistola y antes ha hecho trabajos similares. “Ahí hay gente que se presta para hacer eso. Hacen venganzas”, me dice, abriendo los ojos un poco cuando pronuncia la palabra.
Hay manchas de color morado oscuro en mi servilleta por los hot cakes de mora, que de repente ya no parecen tan apetitosos. Me disculpo y vuelvo a casa preguntándome qué hará la mujer que limpia mi casa en sus tiempos libres.
La historia de Rosa quizá sea bastante espeluznante, pero no es inusual como suena. Cuando el Estado es débil, las personas encuentran maneras poco ortodoxas y, en ocasiones, extrajudiciales de resolver los problemas de los que deberían encargarse las autoridades .
En Irlanda del Norte, el Ejército Republicano Irlandés solía repartir palizas entre las personas acusadas de narcotráfico o de cometer otros crímenes que eran considerados ir más allá de los límites.
El principio era el mismo que en el caso de Rosa: un grupo criminal estaba llenando un “vacío institucional”, ganando así la aprobación de algunos de los miembros de la sociedad por su trabajo socialmente responsable, el cual les proporcionaba una sinergia conveniente con su negocio fundamental de infligir violencia a los grupos armados rivales.
¿Acaso estos actos de responsabilidad social empresarial criminal alguna vez en realidad benefician a la sociedad?
Herschel Grossman, un economista estadounidense, creó un modelo de servicios públicos ofrecidos por la mafia y encontró que, en algunos casos, la competencia entre el Estado y la mafia podría resultar en mejores servicios públicos, que aquellos ofrecidos cuando sólo el Estado era responsable de proporcionarlos.
En el modelo de Grossman, las mafias extorsionan por dinero y dan servicios, de forma muy parecida a la que usan los gobiernos al elevar los impuestos para recaudar más fondos y financiar el gasto público.
Entre más alta es la tasa fiscal, y peores los servicios públicos que ofrece el Estado, más personas y negocios se inclinarán a apoyarse en el mercado negro para cubrir sus necesidades. La mafia enfrenta el mismo dilema: entre más altos sean los pagos de extorsión que exige y entre menos ofrezca a cambio, más personas recurrirán al Estado. Esta forma de competencia puede ser benéfica en potencia, indica Grossman, pues impide al Estado cobrar impuestos altos y no cumplir.
La estrategia. Una maniobra a largo plazo que los cárteles usan para blanquear su reputación es invirtiendo en el misterioso mundo de la Responsabilidad Social Empresarial. La RSE, como se le conoce en la jerga de la gestión empresarial, es con frecuencia considerada como una novedad. Pero tiene una larga historia. En el siglo XVIII, los ciudadanos comenzaron a organizar boicots a compañías involucradas con el tráfico de esclavos, lo cual provocó que empresas con mayor sentido de responsabilidad proclamaran su enfoque “humano” en su gestión de recursos humanos (obviamente, algunas de estas declaraciones eran más ciertas que otras).
Cerca de donde crecí, en el norte de Inglaterra, se encuentra el pueblo Saltaire, creado por sir Titus Salt, un magnate victoriano de la lana que creía tanto en la sobriedad, que el pueblo fue construido sin un solo pub. (Dicho principio ha sido socavado en los últimos años por la apertura de un bar llamado Don’t tell Titus [“No le cuentes a Titus”].)
El rasgo distintivo de la RSE, y la razón por la que levanta sospechas en muchos sectores es que, en parte, está guiada por un afán ético y, en parte, por interés propio. La falta de pubs en Saltaire puede haber creado habitantes más sanos, pero probablemente también trabajadores más puntuales. El auge de la empresa socialmente responsable como una estrategia seria de negocios tuvo lugar en la década de los noventa. En la actualidad, la mayoría de las grandes empresas dedican cantidades importantes de tiempo y dinero para demostrar su compromiso con la ciudadanía global, la sustentabilidad, el triple balance y otros objetivos que, si bien suenan responsables, son bastante difíciles de definir.
Quizá no siempre sea claro lo que significan las ideas, pero por cierto no son baratas:
A pesar de las variables condiciones económicas, en 2014 las 128 empresas estadounidenses del Fortune Global 500 desembolsaron casi 12 mil millones de dólares para gastar en iniciativas de empresas socialmente responsables.
Pero mientras la estrategia de lo socialmente responsable parece estar debilitándose en algunas industrias legítimas, en los bajos fondos prospera.
Algunos criminales de alto vuelo han adquirido una reputación por llevar a cabo ostentosos actos filantrópicos.
El Chapo Guzmán, a quien le gustaba pavonearse por los restaurantes más lujosos de Sinaloa, era famoso por las propinas de miles de dólares que solía dar a los meseros.
Pablo Escobar daba regalos de Navidad a los niños de Medellín, construyó pistas de patinaje e incluso viviendas para los pobres.
La Familia Michoacana ofrece préstamos baratos para negocios y un servicio informal de “solución de conflictos” (que nadie suele cuestionar).
Muchos capos de la droga han pagado la construcción de iglesias. Los mexicanos, incluso, tienen una palabra para esto: Las narcolimosnas.
En una pequeña capilla en el estado de Hidalgo hay una placa de bronce con las palabras: “Donada por Heriberto Lazcano Lazcano”, seguidas de una cita de los Salmos. Lazcano, conocido como El Verdugo, era el líder de los Zetas y, al parecer, disfrutaba alimentar a sus mascotas, leones y tigres, con sus víctimas. (Tuvo un final muy normal, cuando lo mataron a tiros los militares en 2012.)
Algunos sacerdotes parecen felices con el acuerdo de aceptar donaciones de tales personas. En una entrevista con periodistas locales en 2005, el difunto Ramón Godínez Flores, obispo de Aguascalientes, razonó así:
“¿Acaso [nuestro Señor], no recibió un homenaje de aquella mujer [María Magdalena] cuando le ungió los pies con un perfume muy costoso? Jesús no le preguntó: ‘¿dónde compraste ese caro perfume?’ No le importó de dónde salió el dinero, sólo recibió el homenaje”.