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Asistimos a un embate sin precedentes, desde la cabeza de la República, contra uno de los más preciados valores republicanos. Éste sería el sentido de la condena como enemigos del pueblo a los medios que han exhibido los pasos en falso del presidente estadounidense Donald Trump, así como de la negación del derecho a preguntar —la herramienta básica del informador— que a estos medios les ha tratado de imponer la Casa Blanca.
Asistimos igualmente a un intento de legitimar, desde el poder, una política de comunicación basada en mentiras ahora llamadas hechos “alternativos”, bajo el supuesto de la llegada de la era de la “posverdad”. Y en el extremo de la antiutopía orwelliana, bautizada como “Trumptopía” por The New York Times, asistimos además al extremo de cinismo de un presidente que les atribuye el mote de fake news (noticias falsas), precisamente a los medios que exhiben sus falsificaciones.
Pero en respuesta a esta patología política, asistimos también a un revigorizado rescate de la función de vigilancia (watchdog) de los medios, con sus equipos de verificadores de datos (fact checkers) que han puesto en evidencia, en unas cuantas semanas de gobierno, decenas de afirmaciones falsas o engañosas del mandatario. Aún en las actuales condiciones de intimidación, los saldos de la resistencia de los medios no son nada deleznables, en cuanto a la sobrevivencia de su función como freno y contrapeso del poder.
Han contribuido sustancialmente a echar abajo varios nombramientos del gabinete de Trump —a pesar de la mayoría gubernamental en el Congreso— y tienen ahora contra las cuerdas al fiscal general. Sin duda, la crisis ha evidenciado una debilidad del presidente: su incapacidad para responder a los desafíos de la comunicación pública y de la relación con los medios, en un sistema que en buena medida se ha gobernado por décadas desde la sala de prensa presidencial.
Con las redes
En el trance ha quedado de manifiesto también una debilidad del sistema de medios. Esto habría entrado en el cálculo costo-beneficio de la embestida presidencial. Se trata del hecho de que los medios tradicionales perdieron la exclusividad de la definición de la agenda pública. Ahora comparten ese poder con las redes sociales. Y estas redes se han convertido en una zona de pesca masiva de Trump, desde su campaña, para establecer desde allí —sin normas éticas ni verificadores de datos— el temario de los consensos con sus seguidores digitales. Se trata de comunidades cerradas, autorreferenciadas, repelentes e intolerantes al análisis y al contraste de sus prejuicios, sujetas mayoritariamente al discurso presidencial y a su pensamiento único, casi monotemático.
Es allí donde la Trumptopía se ha visto apoyada por la fragua de una nueva moral pública en la que pierden valor la comprobación de los hechos reales frente a los “hechos alternativos”, siempre y cuando ello sirva para afianzar las emociones perturbadas que suelen mover al electorado trumpista: los temores, los odios y los resentimientos frente a los otros. Adicionalmente, la pendencia de Trump contra los medios tradicionales se afirma en el incentivo de que, mientras en el pasado, The Washington Post y su descubrimiento de las mentiras de la Casa Blanca sobre Watergate echaron abajo al presidente Richard Nixon y los medios casi tumban a Bill Clinton por sus mentiras en su relación con una becaria, hoy, las 132 afirmaciones falsas o engañosas verificadas en un mes de gobierno mantienen a la presidencia impune y firme contra medios que ya no fijan, como antes, los temas de la agenda pública ni su valoración.
Ruta de colisión permanente
Presiones públicas y privadas sobre informadores y medios siempre han existido, incluso en los países de mayor tradición democrática. Pero se han producido a través de actos específicos y ante casos excepcionales, no en forma de una política general, como la puesta en marcha por Trump. Se trata de una política de maltrato y descalificación a la prensa como método para inhibirla y eventualmente controlarla, o al menos para profundizar en su labor de descrédito y así seguir reduciendo su peso en la definición de la agenda y minimizando sus funciones de vigilancia del poder. No hay que olvidar que los medios fueron incluidos desde la campaña en la lista de demonios del establishment a combatir. Y si bien el presidente dio marcha atrás en el caso del establishment financiero, al que le entregó buena parte del gobierno, el combate a la prensa podría convertirse en una efímera política pública.
Y es que, en su cálculo, Trump parece haber subestimado las reservas de los más influyentes medios tradicionales para resistir la embestida y recuperar parte del terreno cedido a las redes. Para ello, les basta con seguir la ruta de colisión permanente que parece trazada por el presidente para los próximos meses y años. Por lo pronto, es previsible que se agudice la incompatibilidad estructural del estilo personal de comunicar del mandatario, basado en golpes de éxito meramente escénicos y en imágenes de eficacia sin sustento, con una prensa que ha encontrado una veta altamente explotable —política, comercial y publicitariamente— en la tarea de verificar cada paso, cada dato y cada frase de la gestión presidencial.
Con Trump o sin Trump, lo deseable es que en poco tiempo termine por recuperarse la tensión natural entre medios informativos y poderes públicos. Del duelo entre un periodismo de calidad en su labor de escrutinio de los poderes y unas fuentes obligadas así a depurar sus informes y afirmaciones, sólo puede surgir un mejor periodismo y a la vez una mejor información institucional. A ello han abonado las normas de regulación estatal y autorregulación que a lo largo de dos siglos se han ido acumulando para el funcionamiento de la prensa en las sociedades democráticas de mercado.
De allí la conmoción global provocada por la deserción del presidente Trump de ese ideal y por la ruptura de esas normas.
Director general del Fondo de Cultura Económica