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A la orilla del Mar Caribe, cientos de personas esperan que un poco de ayuda humanitaria llegue a Tiburón, el poblado más alejado de la costa sur que el huracán Matthew dejó acorralado entre la hambruna y el olvido. A lo lejos, a bordo de yates, la Armada Real de Holanda navega a toda prisa ante los gritos desesperados de niños, jóvenes y ancianos.
Hace justo dos semanas, la parte más potente del ciclón —de categoría cuatro— entró sin piedad por la costa de esta localidad, localizada a 250 kilómetros de Puerto Príncipe. Desde ese día, alrededor de 30 mil pobladores se encuentran prácticamente incomunicados, con la esperanza de que les hagan llegar comida, agua y medicinas para sobrevivir a enfermedades mortales. Hasta aquí, la ayuda humanitaria sólo es posible por mar o aire.
Llegar por tierra hasta la punta del sur de Haití es una odisea. Desde Port Salut los caminos se complican, hay que cruzar cuatro feroces ríos y recorrer caminos de arena y piedras durante cuatro horas, bajo el riesgo de quedar atrapado por el capricho del clima que cambia minuto a minuto.
Ante esto, los camiones que abastecen de alimento no tienen otra opción que detener su marcha al llegar a Port a Piment, dos horas antes de Tiburón, porque a partir de ahí los puentes son inservibles.
El 80% de esta población quedó prácticamente en la calle. La alcaldesa de Tiburón, Idlie Denis, contabiliza 32 muertos por el huracán y los brotes de cólera que le han seguido. Los enfermos son enviados a un campamento en Chardonniéres, a varios kilómetros.
Ante la desesperación de su gente, la alcaldesa pide que envíen más ayuda hasta esta zona olvidada por todos.
Cargamento insuficiente
Hasta el centro del poblado se escucharon los gritos que anunciaban la llegada del ejército con un cargamento de comida. Desde la orilla del mar las boinas color olivo daban un aliento a la población: era la Armada Real de Holanda que navegaba en lanchas y yates con despensas de la organización internacional Medair.
Entre empujones de desesperación y charcos de agua putrefacta, niños, jóvenes, madres y ancianos se arremolinaban en la orilla del mar para pedir una despensa.
Los pocos soldados holandeses tuvieron que hacer una cadena humana y a gritos mezclados con el idioma criollo de Haití, evitaron un enfrentamiento como el que tuvieron el sábado en Chardonniéres, donde los habitantes pelearon contra rescatistas para llevarse la comida.
Nathalie Fauveau, quien acompaña al convoy de Medair, explica que esta organización “trabaja a nivel mundial y hasta ahora se han entregado despensas que incluyen jabón, pastas, medicamentos, cloro, arroz y un poco de agua”.
Ella relata el riesgo que corren los rescatistas que llevan alimento a la población, puesto que la desesperación se apodera de las personas para conseguir comida. Eso causó la pelea en Chardonniéres, sostiene.
Los gritos entre soldados y familias de Tiburón continúa. Los marinos contienen a una multitud hambrienta, mientras un ayudante de la comunidad —vestido con chaleco de protección civil— pega con una vara en la arena para evitar que niños y jóvenes crucen una línea imaginaria trazada para evitar que se acerquen a las despensas apostadas al pie del mar.
La carga que llevaron fue insuficiente para abastecer a casi 30 mil pobladores. Desde que golpeó el huracán, el pasado 3 de octubre, solamente han llegado a esta población dos entregas con alimentos.
A Tiburón le toca sólo una parte, el resto de la carga de Medair debe ser repartida en los otros cinco departamentos de la zona sur, donde hay 120 mil familias afectadas. El abasto para nada es suficiente entre una población que lo perdió todo en un solo día.
La Armada Real camina de espaldas hacia sus embarcaciones en el mar, cuidándose de los niños que los siguen rogando por más comida. El verde olivo de los uniformados se pierde en el horizonte de la costa. Para la mayoría de los niños es un día más sin comer.
Las ocho horas que separan a esta población de Puerto Príncipe le cobran una factura costosa a sus habitantes.
Comida, por favor
En las calles de Tiburón, como en las de Chardonniéres, Port Salut y toda la región costera que se extiende por 80 kilómetros, la gente sale a las calles con la esperanza de recibir los servicios humanitarios que sólo algunos países del mundo han enviado a la isla.
De toda la catástrofe que padece Haití por el huracán Matthew, el poblado de Tiburón sufre —tal vez— la más voraz. El corazón se desgarra al escuchar las voces de los niños que esperan en la entrada de la ciudad pesquera, clamando: “Ban m 'yon bagay” (dame algo) o “mwen vle manje” (quiero comer).
Pero hace falta más que un huracán para derribar la fe. Ataviados con trajes y vestidos de gala, con aquellas ropas que sobrevivieron a Matthew, los pobladores caminan —de madrugada— varios kilómetros para llegar a sus templos. Algunos quedaron sin techo, derribados y se tiene que improvisar en calles y estructuras de palmera.
Es domingo de misa y los hombres visten de traje, las mujeres vestidos largos, las más jóvenes cortos y coloridos. Las alabanzas le dan un respiro a esta población castigada por la naturaleza; sonríen, gritan y lloran de alegría, mientras las nubes negras se asoman amenazadoras entre las montañas y la miseria.