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maria.galvan@eluniversal.com.mx
La vida de Elizabeth Martínez se está desmoronando. El sueño americano se convirtió en pesadilla el viernes 24 de junio cuando su esposo, Miguel Ángel Chávez Angle, fue asesinado, dice Elizabeth, peor que “si hubiera sido un perro”.
Esa mañana, tras haber pasado la noche en una iglesia adorando al santísimo, Miguel, michoacano nacionalizado estadounidense hace más de 10 años, habló por teléfono con Elizabeth —originaria de Celaya y también ciudadana de EU— y le dijo que iba para su casa. Fue la última vez que hablaron.
Horas después, la policía le avisó que su esposo había muerto y que el caso estaba siendo investigado.
Miguel Ángel, de 42 años, fue baleado en Oklahoma cuando actuaba de forma errática al abordar un autobús, hecho que quedó grabado en video.
En las imágenes se le observa tomando un extintor mientras el chofer pide a los pasajeros que bajen. Cuando una agente sube al camión, Miguel Ángel forcejea con ella. Luego, un segundo agente sube y le dispara al mexicano-estadounidense en un brazo y luego en una pierna. Cuando él ya está tendido en el suelo, el oficial voltea a ver cómo está su compañera y, segundos después, vuelve a disparar a Miguel Ángel en la cabeza y el pecho.
Ante la difusión del video, medios estadounidenses señalaron que Chávez, al parecer, había vandalizado un auto, después había secuestrado otro con dos mujeres a bordo y, finalmente, subió al autobús donde su conducta generó alarma.
“Lo acusaron de ladrón, cuando él no fumaba ni tomaba ni nada. Tenía un récord limpio”, asegura Elizabeth, de 39 años, en entrevista telefónica con EL UNIVERSAL.
De acuerdo con los medios, antes del incidente del autobús, Miguel había sido llevado al hospital St. Anthony, aparentemente para ser sometido a una evaluación mental. Sin embargo, a Elizabeth nadie ha querido informarle más porque las pesquisas “están abiertas”. Los dos agentes implicados están suspendidos en lo que se deslindan responsabilidades.
Ella está segura de que su esposo “no merecía morir así”, y que hubo “abuso de autoridad” de parte de las autoridades. Y pese al duelo que vive ella junto con sus tres hijos —de 10, 8 y 5 años de edad—, está decidida a limpiar el nombre de Miguel.
“Lo vieron morenito”, afirma, y seguramente pensaron que era un “indocumentado” y un delincuente. “Lo mataron cuando no había ninguna necesidad. ¿Por qué no usaron el gas pimienta, ese que llevan? ¿O la teaser? Si se ve claramente que él tenía un ataque de nervios”. “Aquí quieren mucho a los perros. Y a él lo mataron peor que a un perro”.
Miguel, asegura su viuda, siempre fue un hombre “luchón, trabajador”. Ella lo conoció en Chicago y después de unos tres años de noviazgo se casaron, ya en Oklahoma, adonde se mudaron en 2005.
Él trabajó 12 años para la ciudad en un camión recolector de basura. Tenía un restaurante de comida mexicana, que se ponía los fines de semana en un tianguis, un “pulga”, como le llaman en Oklahoma. En ese negocio trabajaban los hermanos de Miguel, y sus familias. En total, eran 11 hermanos, todos residentes de esa ciudad estadounidense.
La pregunta que se hace Elizabeth es: “¿Qué fue lo que pasó?”
El día antes. El matrimonio, reconoce, no pasaba por el mejor momento. Ambos iban a un grupo de Alcohólicos Anónimos (AA). “No porque fuéramos borrachos o drogadictos, sino que allí nos apoyaban para que resolviéramos nuestros problemas [de pareja]”.
Un día antes de su muerte, Miguel sufrió lo que Elizabeth cree que fue una especie de ataque de pánico. “Vino con su Biblia. Decía que tenía que salvar su alma” y salió corriendo. Ella llamó a la policía para pedirle ayuda para llevarlo al hospital. Con el grupo de apoyo de AA salieron a buscarlo. Lo encontró en un parque, ya tranquilo, pero cuando le pidió ir al hospital, él se negó. Le dijo que todo estaría bien.
Una novicia de la iglesia donde Miguel pasó la noche de ese jueves llamó a Elizabeth para tranquilizarla. Ella le pidió convencer a su esposo de acudir al hospital.
Pero cuando Miguel la llamó su angustia quedó atrás: “Lo escuché hablar con tanta paz”, recuerda, y se quedó tranquila cuando le aseguró que iba camino a casa.
Según lo que sabe, un sacerdote habló con la policía para que lo llevaran al St. Anthony. No se ha informado lo que pasó ahí. Fue el principio del fin. Hoy, Miguel ya no está. Y Elizabeth siente que el mundo se le derrumba. Ella perdió hace unas semanas su trabajo como estilista y no sabe qué hacer con los negocios de su marido. “Creo que voy a venderlos”, dice.
Aún no le han dado los resultados de la autopsia, el celular ni la cartera de su marido, aunque ha pasado más de un mes.
“Si él hubiera tenido drogas, lo hubieran dicho”, afirma la celayense. Habría sido, explica, una justificación al actuar policial.
El Consulado de México en Arkansas —en Oklahoma no hay— se acercó a Elizabeth y le ofreció apoyo. Le preguntaron si quería trasladar a Michoacán el cuerpo de Miguel pero ella no aceptó. Toda la familia vive en Oklahoma y allí lo enterraron.
Otro día difícil. Elizabeth había dicho a sus hijos que su padre falleció en un accidente de tránsito, pero el mayor vio el video y se enteró de la verdad. “A mi papá lo mataron”, le dijo a su mamá y luego contó la historia a sus hermanos.
“Mi hijo de 10 años no se quiso ni acercar al ataúd. Sólo levantó su manita y dijo: ‘Adiós, papi’”.
La familia está en terapia sicológica. “Mi vida es confusa ahora”, afirma Elizabeth, quien está tomando medicamentos para la depresión. “Mi vida se me está yendo abajo”.
Lo que más le duele, insiste una y otra vez, es la actitud de muchos paisanos que afirman que la policía hizo bien en matar a Miguel, tachándolo de “ilegal” y “delincuente”.
“Me da tristeza que mis paisanos ensucien el nombre de mi esposo, sin saber, deberíamos apoyarnos.
“Hay muchos que olvidan sus raíces. Yo no las he olvidado. Mis hijos están creciendo con ese amor a México. Cuando les preguntan, ellos dicen, orgullosos: ‘Yo soy mexicano’”. Por eso no entiende la reacción a la muerte de su esposo.
Elizabeth está decidida a seguir luchando por su familia, y por justicia. “Tengo que luchar para hacer justicia a Miguel. Dios me puso una prueba grande, para probar mi fortaleza”. Y está dispuesta a superarla.