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“Un día, tarde o temprano, los radicales que están en las cárceles saldrán a la calle y si la sociedad no puede absorberlos, volverán a atacarla”, explica desde Líbano Maya Yamout. Cuando en 2012 un amigo de esta trabajadora social se unió a un grupo yihadista, Maya lanzó junto a su hermana Nancy un proyecto de investigación en la prisión de Rumieh, la más grande de Líbano, para aprender a frenar el extremismo.
Al principio ni los presos ni las autoridades entendieron su iniciativa. Pero, cuatro años después, las hermanas Yamout siguen yendo cada semana a la cárcel. Y, en este tiempo, la preocupación sobre cómo tratar a los seguidores de ideas radicales ha ganado peso en todo el mundo. Comienza a extenderse la idea de que la mano dura no basta.
Por eso la semana pasada Francia anunció el programa estatal más ambicioso contra el radicalismo religioso, con una decena de centros para reintegrar a jóvenes seducidos por sus ideas y evitar que se unan a grupos yihadistas.
El premier Manuel Valls presentó la lucha contra el atractivo de las doctrinas “mortales” como una prioridad en la que el país invertirá 100 millones de euros. Los autores de los atentados de París nacieron en barrios deprimidos de Francia o Bélgica, y unas 9 mil personas en territorio francés podrían ser yihadistas, según el Elíseo, que ha identificado a 635 de sus ciudadanos combatiendo en Siria e Irak. Otros 224 han regresado y están en prisión o bajo vigilancia.
El primer proyecto de desradicalización yihadista conocido fue el polémico centro de asesoramiento y atención Mohamed Bin Nayef de Arabia Saudita, donde han sido realojados presos de Guantánamo y otros condenados por terrorismo. Entre piscinas y praderas, a los reclusos se les explica que el wahabismo —la severa rama del islam imperante en Arabia Saudita— no admite las prácticas terroristas del Estado Islámico. Arabia Saudita dice que 85% de los 3 mil terroristas que han pasado por la instalación abjuran de la violencia.
La comunidad internacional no lo considera una solución realista. Otra opción es el Modelo de Aarhus. En la segunda localidad de Dinamarca (330 mil habitantes) funcionaba desde hace años un programa contra hooligans. Pero a partir de los atentados yihadistas de Londres en 2005 el proyecto se volcó en el radicalismo religioso.
Desde 2015, 20 mentores trabajan con los jóvenes y sus familias para ayudarles a solventar sus problemas de integración (que muchas veces derivan de falta de habilidades sociales, pero en otros son consecuencia de la marginación a las minorías musulmanas) y enseñarles que no necesitan ir a la guerra para encontrar su sitio en el mundo. El sistema parece estar reduciendo el flujo hacia Siria: de 30 personas en 2013, se pasó a una en 2014 y a tres hasta mediados de 2015. “Se les ofrece sicoterapia, cuidado médico, contacto con mentores y participación en el programa de salida”, amplía el portavoz. El punto de partida es que, los que aún no tienen sangre en sus manos, quizá no tienen por qué llegar a tenerla nunca. Se les dan facilidades para estudiar y trabajar. El sistema mantiene contacto con 16 retornados de Siria e Irak.
Las hermanas Yamout recuerdan que han trabajado con 40 reclusos yihadistas sin acceso a más terapias. Han visto cómo muchos se radicalizaban más por el ambiente en prisión y uno de ellos se hizo estallar en Siria tras pasar años en la cárcel sin ser condenado. “Todo el mundo piensa que es sólo la pobreza”, explica Nancy Yamout, “pero el radicalismo es un problema sicosocial. Tiene que ver con la ausencia de modelos, y con el uso que hacen muchas familias de la violencia”, dice. Han creado una ONG, Rescue Me: “Trabajamos en una rehabilitación que fue exitosa, con mucha ayuda de la familia. Pero para estas iniciativas hace falta financiación. Cuando salimos explicándolo por televisión, a veces nos responden: ‘Lo que buscan es dinero para terroristas’”.