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A la misma hora que en París se inauguraba, el pasado 8 de diciembre, la cumbre sobre el cambio climático, en Beijing se activaba por primera vez la alerta roja por contaminación del aire. En algunos puntos de la capital china la concentración de partículas PM2.5 llegó a los mil microgramos por metro cúbico de aire, 40 veces por encima del máximo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El invierno ha sido duro en China. A medida que se encendían las calefacciones de carbón, las ciudades se disolvían bajo una nube gris. La escasa visibilidad obligó a cerrar autopistas y cancelar vuelos. Pero esa primera alerta roja de la historia no significa que la contaminación el 8 de diciembre fuera mayor que otros días, sino que las autoridades comienzan a reaccionar. Su plan de restringir la circulación alternando coches pares e impares fue aplaudida por los ciudadanos. La preocupación se ha disparado en el mayor emisor de dióxido de carbono (9 mil millones de toneladas anuales, 27% del total mundial) y el gobierno reconoce los riesgos de su política industrial de combustibles baratos.
Los excesos chinos no son una excepción en Asia. Las 19 ciudades con el aire más contaminado del mundo están en este continente. Sus ríos y mares soportan una presión acorde a su crecimiento económico y progresión demográfica. China, Indonesia, Filipinas, Tailandia y Vietnam vierten 60% del plástico que llega a los mares del mundo, según la ONG Ocean Conservancy. Hace un mes 64 mil personas fueron hospitalizadas en Tailandia por el humo de la quema de cosechas.
Asia comienza a preocuparse. Su cambio de actitud salvó la cumbre ambiental de París, donde China firmó reducir para 2030 sus emisiones por unidad de PIB entre 60% y 65% sobre los niveles de 2005. “El acuerdo no es perfecto”, dijo Xie Zhenhua, representante de Beijing, “pero es un paso histórico”. Además, con India y China invirtiendo en renovables, se incentiva el recorte de emisiones.
La OMS considera que Nueva Delhi, la capital de India, tiene el peor aire del mundo. Junto al río de la ciudad, el Yamuna, un afluente del Ganges muerto por los residuos, las chimeneas de las fábricas escupen humo, los vagabundos queman basura para calentarse y en cada esquina crepita un hornillo de carbón. A medida que la ciudad crece (el conurbano de Delhi alcanza los 25 millones de habitantes) aumentan los vehículos de contaminante diésel. Las medidas para reducir el tráfico no funcionan y se estudia la posibilidad de cerrar las escuelas los peores días. La OMS estima que de las 4.3 millones de muertes que se producen al año por “contaminación del aire en los hogares” (por la quema de combustibles sólidos), una tercera parte ocurren en India.
Kris Hartley, investigador en la Universidad de Filipinas Diliman, reclama más control político en India para compensar el retraso en la regulación respecto a China, donde la racionalización urbanística y del transporte arrojan buenas expectativas. “La mala gestión y la corrupción han lastrado las mejoras urbanísticas.
El país debe regular las emisiones
de los vehículos y aplicar controles de las prácticas incendiarias”, explica. “Tampoco en China habrá un cambio profundo hasta que no haga el tipo de reestructuración industrial que se hizo en Occidente”.
El investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas de España, Xavier Querol, especialistas europeo en contaminación atmosférica, coincide en que “en Asia el problema de la circulación no es el único. El uso de carbón en las centrales térmicas y las instalaciones domésticas es clave”.
La lección japonesa. ¿Se puede revertir la situación en un continente tan castigado? “Claro que se puede”, responde Querol. “Es el caso de Japón, que avanza por la demanda de su sociedad. Por eso tantos vehículos eléctricos vienen de esa zona, demostrando que el cambio puede además ser rentable”.
Es la lección japonesa. En los años 60, Japón vivió la situación que existe hoy en China: industrialización relámpago y bomba demográfica. La destrucción ambiental fue enorme y surgieron enfermedades como la de Minamata o el asma Yokkaichi. Gracias a la concientización, la tecnología y la apuesta nuclear (en retroceso tras el desastre de Fukushima en 2011) el país reverdece. La media de PM2.5 en Tokio disminuyó 55% desde 2001, y el que fue conocido como el mar de la Muerte (la bahía de Dokai, en Kitakyushu) ha recuperado 100 especies autóctonas.
Eso no significa que el trabajo esté terminado. Japón es un gran importador de energías fósiles y la contaminación urbana sufre picos en primavera, cuando a la suciedad nacional se une la que trae el viento desde China, que también afecta a Seúl, hasta el punto de impulsar restricciones sobre las barbacoas familiares. Las nubes tóxicas se hacen globales.