Hay un lado más o menos luminoso y otro oscuro y preocupante en la citación que hizo el día de ayer el juez Sergio Moro al ex presidente Lula da Silva para declarar sobre el caso Lava Jato.

La cara interesante de este proceso es que en una investigación por corrupción se llegue a los más altos niveles del poder, como ocurre en este gran escándalo de corrupción que afecta a Petrobras, la estatal más grande de América Latina. Es también digno de reconocimiento el que 21 representantes del establishment empresarial (entre ellos el dueño de Odebrecht, una de las más grandes constructoras de Brasil) hayan sido o estén siendo investigados por su participación en los acontecimientos. A veces se olvida que en actos de este tipo el político que vende caro su amor y el empresario que le compra el favor son igualmente responsables.

Pero hay un rostro mucho menos feliz. El caso de corrupción más sonado en la historia de Brasil ha involucrado a gran parte de la clase política y a todo el arco parlamentario brasileño. Diputados y senadores de todos los partidos han sido implicados, muchos de ellos pertenecientes a la base aliada del gobierno, pero también del PSDB, el principal partido de oposición, del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, también implicado.

Aun así, las investigaciones que desde 2014 lleva a cabo el polémico juez Moro se han ensañado especialmente con el PT, la presidenta Dilma Rousseff y el ex presidente Lula. Moro es la punta de lanza de una alianza conservadora que, aunada a una prensa poderosa, se ha dedicado a elegir casos específicos dentro de este inmenso escándalo para ventilarlos públicamente y destruir políticamente a figuras selectas, especialmente de la izquierda.

Moro ha abusado al extremo de un esquema de delaciones premiadas a través del cual libera de prisión a o reduce las condenas de indiciados que colaboran con la justicia. Este recurso, en estricto sentido legal, ha derivado en una práctica de extorsiones, donde a menudo sólo quien dice al juez lo que éste quiere escuchar logra ser liberado. Y aunque en el curso de estas investigaciones políticos de distinto corte ideológico están siendo inquiridos, la información que se ofrece a la prensa y que ésta publicita es por lo general la que involucra a la base aliada del gobierno.

Sólo un bebé podría creer que no hay una motivación política en el despliegue de 200 policías federales y 30 auditores que ayer fueron a buscar a Lula y a su familia en medio de un gran montaje mediático. Además, la forma en que esta operación se llevó a cabo, bajo la figura jurídica de “conducción coercitiva”, podría estar fuera de la legalidad. Ésta se utiliza en el sistema brasileño para obligar a declarar a alguien que se niega a hacerlo; el ex presidente no fue siquiera citado previamente a ello.

A dos años de la próxima elección federal, donde Lula podría ser la única esperanza de que la izquierda pueda mantenerse en el poder, la motivación detrás de lo ocurrido es evidente. Una derecha que no cree en su propia capacidad de ganar en las urnas y teme la fuerza de quien, aún en las circunstancias más adversas, podría ser un serio contendiente a la elección. La judicialización de la política en América Latina parecen estarse convirtiendo en uno de los recursos de cierta élite latinoamericana para apartar adversarios a los que no se siente capaz de derrotar por la vía de las urnas.

Analista político

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