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Desde el domingo estamos en un extraño momento dentro del proceso electoral mexicano: el periodo llamado de “intercampañas”. Se trata de un espacio que separa las “precampañas” de las “campañas” propiamente dichas.
La idea que se tuvo al hacer la ley electoral era que durante las precampañas los aspirantes a una candidatura hicieran trabajo en el interior de sus partidos, con mensajes a sus militantes. Una vez definidas las candidaturas, los mensajes ya se trasladan a la población, en búsqueda del mayor número de votos.
Pero no imaginamos que los partidos acomodarían todo para que las precampañas tuvieran como protagonistas a “candidatos únicos”, de modo que en realidad asistimos a una monumental simulación.
Todos sabemos que AMLO va a el candidato de Morena y del PES, que Ricardo Anaya lo será de PRD-PAN, y que José Antonio Meade será el representante del PRI y el Verde. No hubo ninguna competencia interna real, ni hay alguien que dude del resultado final. ¿Para qué tanta simulación, entonces?
Lo cierto es que lo que hemos visto es resultado de una extraña paradoja: los partidos políticos, que son los instrumentos a través de los cuales se participa en una competencia electoral (además de las candidaturas “independientes”), no permiten ellos mismos la competencia interna y la lucha por conquistar los espacios disponibles en la boleta.
Triste ejemplo dan los partidos (y creo que ninguno se salva), cuando las candidaturas se determinan mediante el muy mexicano método del dedazo, haciendo a un lado la exposición de propuestas y proyectos, privilegiando el compadrazgo, el favoritismo o de plano el nepotismo.
Son las élites partidistas las que determinan quién sí y quién no puede aparecer en la boleta. Y ahí está la paradoja: quienes dicen ser vehículos de competencia democrática no la permiten en su interior. Los que se atrevan a cuestionar las decisiones de la cúpula en la selección de candidatos se convierten en indeseables y con toda probabilidad son apartados de la formación partidista.
En suma, lo que estamos atestiguando es una evidente simulación, en la que quienes más perdemos somos los ciudadanos, pues la mayoría no sabe ni le interesa saber es la diferencia entre precampaña, intercampaña y campaña, ni tiene la posibilidad de incidir sobre la selección de los mejores candidatos.
Lo cierto es que, hoy como nunca, se confirma la idea que Robert Michels expuso a principios del siglo XX cuando habló de la “ley de hierro de las oligarquías” partidistas. Los partidos están controlados por unos cuantos y entre ellos, según sus propias conveniencias y apetencias, diseñan la lista de candidatos. ¿Alguien duda de que las listas de candidatos del PRI fue personalmente palomeada por el presidente Peña Nieto, las de Morena por López Obrador o las del PAN por Ricardo Anaya?
Ya con las candidaturas definidas por la oligarquía, los ciudadanos vamos a acudir a las urnas teniendo en muchos casos que elegir entre el malo y el pésimo, tapándonos la nariz por la presencia en la boleta de personajes de ínfimo nivel, muchos con un desempeño atroz en sus anteriores cargos. Todo parece indicar que irán de candidatos desde hijos e hijas de políticos que llevan décadas viviendo del presupuesto, actores de dudosa capacidad, deportistas venidos a menos o amantes de algunos funcionarios, que mediante algún “convenio de almohada” lograrán llegar al Senado para cobrar durante seis años una millonada que le vamos a tener que pagar los ciudadanos. Es una vergüenza descomunal.
Lo que menos importa es el mérito, la preparación académica, las propuestas de políticas públicas, la atención a los problemas sociales o la vocación de servicio. Los partidos buscan personajes incondicionales, manipulables, que les cuiden la espalda a sus anteriores jefes y aseguren la impunidad transexenal a través de pactos inconfesables.
Luego de décadas de lucha por la democracia, quienes dieron su vida para construir las instituciones deben estarse revolviendo en sus tumbas. ¿Qué pensarían personajes como Manuel Gómez Morín, Gilberto Rincón Gallardo, Manuel Clouthier o Alonso Lujambio al ver la degeneración actual de la política mexicana? Algo hemos hecho muy mal, para llegar hasta donde estamos. Y lo peor es que no parece que en el horizonte exista el menor incentivo para renovar una clase política negligente, cleptócrata y abyecta que nos ha gobernado y que —según parece— nos va a seguir gobernando por décadas.
Investigador del IIJ-UNAM.