Dos minutos de terremoto los volvió exiliados. Aquel 19 de septiembre de 1985 miles de casas se quedaron vacías, algunas por la fragilidad de la estructura y los daños que sufrieron, otras, porque el miedo de repetir la experiencia telúrica impidió que sus habitantes quisieran regresar.

La ciudad de México fue uno de los sitios más afectados tras el sismo de 8.1 grados en la escala de Richter. La cifra de muertos oscila entre los 20 mil y 40 mil personas; más de 30 mil estructuras resultaron dañadas, la ciudad estuvo sin luz por más de una semana y la radio fue el único mecanismo de comunicación al caerse las redes telefónicas y de televisión.

Al igual que en tiempos de guerra, en 1985 hubo exiliados empujados a huir por las circunstancias. No hay cifras claras ni censos que dejen ver un decrecimiento poblacional, por el contrario, proyecciones del Instituto Nacional de Geografía y Estadistica (Inegi) hablan de un aumento de más de un millón y medio de personas en el país entre los años 85 y 86, sin embargo, dos minutos de terremoto los arrancó de su lugar, de su tiempo y de sus familias.

La otra cifra negra

Toño asegura recordar esa mañana como si hubiera sido la de ayer. Tenía siete años y vivía en la ciudad de México; él y su familia forman parte de esa otra cifra negra que sigue inexistente: la de los exiliados.

Tras haber vivido en Aguascalientes y a 30 años de distancia, Antonio González superó la tartamudez que la impresión del sismo le dejó; escuchar que se habla de temblores lo atemoriza y sigue sin soportar el aroma de las cañerías, dice que le recuerda a lo que olía la ciudad tras el terremoto. Él y su familia vivían en el piso 16 de las Torres de Fovissste en Miramontes, en Tlalpan, un complejo de seis edificios con 16 niveles cada uno.

Aquel 19 de septiembre de 1985 se preparaba para ir a la primaria, poco antes de las 07:00 de la mañana se sentó a desayunar. Como cada día, a esa hora su mamá terminaba de vestir a su hermano de entonces cuatro años mientras que su papá miraba el televisor y al mismo tiempo se arreglaba para el trabajo en una de las habitaciones contiguas.

“Es como una cámara lenta, recuerdo todo eso y luego tengo la imagen de mí sosteniendo el plato de comida que estaba a punto de caerse, a mi papá tratando de caminar hacia mí, de las sillas que caían al piso y rebotaban en las paredes, al mismo tiempo, todo me daba vueltas y era casi imposible moverme de lugar”, dice.

Toño narra que el cambio de movimiento de oscilatorio a trepidatorio se sintió con claridad, su edificio era uno de los pocos que contaba con gatos hidráulicos en la ciudad de México e incluso 20 minutos después de que terminara el terremoto, los movimientos de la torre continuaban y los mantuvo varados en el nivel más alto de las viviendas.

En cuanto pudieron bajaron por las escaleras, sin embargo, al no ver grandes daños retomaron su rutina. “Imagínate que todavía nos fuimos a la escuela, mis papás eran profesores y yo estudiaba, pero tan increíble fue todo que a pesar del temblor y del susto pretendíamos seguir nuestra vida normal, no dimensionamos lo que había pasado”, rememora.

Explica que fue hasta que recorrieron la ciudad en el automóvil cuando observaron las consecuencias del terremoto, entonces se dirigieron al Estado de México con una de sus abuelas. Ese día, tanto la electricidad como los temores eran intermitentes, en esa casa sólo funcionaba una radio y alrededor de ella estaban más de 25 personas entre familia y vecinos: todos esperaban alguna buena noticia.

Al otro día la familia decidió regresar a casa y dormir desde temprano para calmar los nervios, entonces, a las 19:38 horas del viernes 20 de septiembre, una réplica de 7.1 grados los encontró, de nuevo, en el piso 16.

Exiliados por daños

“Luego de los dos eventos, Protección Civil nos pidió dejar las casas para que se hiciera un análisis estructural, mi familia se fue a vivir con mi abuela al Estado de México, pero al enterarse de que los trabajos iban a durar por lo menos un año, mis padres cambiaron sus plazas de profesores hacia Aguascalientes, con mi otra abuela”.

Aunque Antonio y su familia no lo vieron como un exilio sino como una necesidad, las condiciones en la ciudad los obligaron a dejar la casa que consiguieron a través del interés social.

Lograron llevar en una mudanza simple los objetos básicos, pues la rapiña les arrebató aparatos electrodomésticos, cobijas y objetos de valor.

“Creemos que mucho de lo que se perdió se lo llevó gente de la misma unidad porque éramos muchísimos departamentos y como había gente que no tenía a dónde irse, se quedó a acampar en los parques de la unidad, ellos sabían el movimiento que tenía la zona y podían acceder a los edificios con libertad”, comentó.

La familia de Antonio pasó años duros en Aguascalientes, pues aunque decir que eran damnificados del terremoto les daba atributos, aclarar que provenían del Distrito Federal les acarreaba problemas. Los pequeños recibían burlas y malas palabras en la escuela por su tartamudez adquirida tras la impresión del terremoto, mientras que los padres pasaron casi un año trabajando sin poder cobrar la quincena por supuestos errores en el papeleo del cambio.

“Las condiciones eran muy malas, veníamos de una situación complicada y en Aguascalientes no nos hicieron sentir de otra manera que no fuera como arrimados. No teníamos casi nada propio, vivíamos en casa ajena y la gente no nos quería. ¿Cómo se puede vivir en esas condiciones?”, cuestiona el joven.

Casi llegando a 1990, la familia regresó a la ciudad de México. El departamento del piso 16 en Miramontes seguía siendo suyo y a pesar de los temores, de las pesadillas, de las sensaciones y los recuerdos que cada uno tenía, tuvieron que habitarlo una vez más.

A la distancia, el terremoto continúa siendo una herida abierta y aunque la familia de Antonio no tuvo decesos en 1985, al igual que miles de mexicanos, pensar en aquella mañana le trae recuerdos de destrucción. Narra que un par de días después del terremoto mientras su padre recorría en auto la ciudad, se encontró con una escena que al transmitírsela, le hizo entender a qué grado de necesidad se había llegado en la ciudad de México.

“Mi papá nos platicó que vio cuando una persona arrebató un reloj dorado de un cuerpo que había quedado sepultado. Decía que entre los escombros se asomaba una mano donde se veía el reloj y como había gente que quedó completamente en el desamparo, los que visitaban las zonas de desastre no sólo lo hacían para ayudar, sino para rescatar objetos de valor”, detalla.

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