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Uno asegura ser el propietario de la BMW y tener varios castillos en Alemania, otro aún no entiende como es que un día —porque las ardillas se lo ordenaron— mató a su mamá con un martillo. Al fondo, dando vueltas y vueltas y sin dejar de hablar, se distingue Toñito Ñ, quien solamente balbucea y alcanza a pronunciar la letra ñ, a pesar de eso fue acusado de encabezar varios robos en la Ciudad.
Son conocidos como inimputables, internos del Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial (Cevarepsi) que padecen desordenes sicológicos y cometieron un delito, desde robo común, con violencia o hasta asesinatos. Todos los que entran por homicidio victimaron a sus padres, pues en un ataque de locura los desconocieron; ahora, algunos con medicamentos, están consientes de su realidad y otros siguen en su mundo.
Ahí permanecerán entre tres y 15 años, dependiendo de los delitos; sin embargo, su calvario no termina en prisión. Algunos están por terminar su condena y sus familiares no los quieren por locos o porque les dan miedo, otros no tienen algún conocido en la Ciudad y viven en la calle a merced de la sociedad y, aunque no lo reconozcan, se dice que constituyen un peligro para la población.
Sin su medicamento —que no es barato— en cualquier momento pueden cometer otro robo, secuestrar un niño, entrar a una casa pensando que es la suya o, incluso, asesinar otra vez. Estos personajes también son un problema para los encargados del Sistema Penitenciario capitalino por dos razones: terminando su sentencia no los pueden dejar a su suerte en la calle, pero tampoco los pueden mantener en prisión. Para solucionar esta situación se apoyan con diversas organizaciones civiles y en algunos casos con el gobierno capitalino. Con antelación buscan algún albergue, un trabajo o un lugar donde pueda pernoctar el inimputable y así no dejarlo en la calle ni tampoco en prisión, pues ambos casos constituyen una violación a la ley.
“La gente y la ciudad me da miedo”
José Alejandro Reyna a finales de septiembre queda libre, padece trastorno disocial y estuvo cuatro años preso por robo a casa habitación, unos vecinos lo usaban para entrar a robar y le pagaban sólo 50 pesos. Ya cumplió su sentencia, pero los problemas no acaban ahí, no tiene familiares, y en los albergues no lo quieren, él le tiene miedo a la Ciudad y tendrá que regresar a las calles. Por si fuera poco, debe tomar su medicamento tres veces al día o su enfermedad lo ataca y se vuelve agresivo. Las autoridades no saben que hacer con él, pero ya lo tienen que dejar en libertad, “antes vivía en la calle y ahora voy a regresar otra vez ahí, aquí me tratan bien, pero no hay nada como la libertad y ya aprendí a portarme bien.
“Por el trabajo no me preocupo, sé hacer manualidades y trabajar en lo que sea, antes vendía en el Metro y tenía un lugar en un albergue, pero ahora no sé si aún esté o tenga que buscar otro lugar, todo allá afuera me da miedo. También conozco a gente del barrio, gente pesada, pero ya no estoy para eso, estar aquí te cambia todo”, dice Reyna como lo conocen tras las rejas.
El reo nunca recibió visita y tampoco alguna ayuda económica de nadie; sin embargo, se le dio permiso para que los días de vista venda algunas manualidades de migajón que hace, de ahí obtiene unos cuantos pesos para pagar sus cigarros y guardar algo para cuando alcance la libertad, además, debido a su buen comportamiento ha hecho buena amistad con dos familias quienes también lo pueden “adoptar”.
“La situación para ellos es complicada, todos son buenas personas en general, son cosas que suceden en su cabeza y que no pueden controlar. Reyna, por ejemplo, es muy talentoso vendiendo sus artesanías, pero eso allá afuera no le sirve, entonces tenemos que buscar la mejor opción”, explica Jaime Abasolo, director del penal.
“Como institución el trabajo no termina al dejarlos en libertad, no los podemos dejar a su suerte, por eso nos apoyamos con diversas ONG que nos ayudan, organizaciones religiosas, hay un caso, por ejemplo, que desde la semana pasada quedó libre, pero sus familiares no han pasado por él, entonces nos lo encargaron, firmamos algo que se llama Carta Convenida de No Egreso y con eso lo aguantamos por unos días más”, señala Abasolo.
Un lugar de esparcimiento
Los 312 internos están en seis dormitorios donde se cuidan y son una familia. Los medicamentos, que se les proporciona tres veces al día, ayudan a que no se pongan agresivos. De los ancianos o discapacitados se encargan ellos mismos, los bañan, les dan de comer, los asean y vigilan.
En sus filas hay gente letrada que gusta de pasar el tiempo en los talleres de lecturas o poesía que organizan, otros pintan y sus obras son expuestas en los museos locales.
Además de los talleres y actividades que les ofrecen, una vez por semana llegan artistas y grupos musicales a ofrecerles conciertos. En el patio del penal gritan, bailan y se desahogan, quizá olvidando por un momento su locura, ahí son libres de ellos mismos, pues eternamente vivirán en la prisión de su cabeza o en alguna cárcel.