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La corrupción y la falta de paz se encuentran directamente vinculadas. Esta no es una suposición o idea que procede del sentido común, sino una relación que ha sido estudiada en decenas de países, incluido el nuestro. Por consiguiente, pretender erradicar las condiciones de violencia que vivimos sin entrar a fondo en esa compleja relación, resultará siempre un esfuerzo sin mucho futuro. Así que propongo unas reflexiones a raíz de la publicación del reportaje “La Estafa Maestra”, un trabajo conjunto del equipo de Animal Político y de Mexicanos contra la Corrupción e Impunidad. En ese amplio reportaje podemos encontrar un número de situaciones que quizás a pocos sorprenden pero que han sido, en ese trabajo, cuidadosamente documentadas. Y digo que se trata de cuestiones que probablemente no nos sorprenden porque en el último índice de Transparencia Internacional, el cual mide la percepción sobre la corrupción, nuestro país cayó 28 sitios, para ubicarse en el lugar 123 de 176 analizados. Pero al margen de ello, no es fortuito que, en otro índice, el Índice Global de Paz, seguimos perdiendo puntos y nos ubicamos en el sitio 142 de un total de 163 medidos. El Instituto para la Economía y la Paz (IEP) ha documentado desde hace años, la correlación entre corrupción y violencia. Y si bien es verdad que las correlaciones no nos hablan da causalidades, en este caso, hay suficiente investigación como para afirmar que tampoco se trata de casualidades. Combatir la corrupción, entonces, no es solo un asunto ético, político, económico o jurídico. Es un tema de construcción de paz.
En efecto, en 2015, el IEP publicó un estudio detallado que corrobora la existencia de una relación estadísticamente significativa entre corrupción y falta de paz. Las sociedades más pacíficas del mundo presentan menores niveles de corrupción; por contraste, mientras más corrupción existe, los países estudiados presentan niveles de paz más bajos. Puesto de otro modo, mejorar los niveles de paz en sociedades como la nuestra, requiere indispensablemente de corregir el estado en el que se encuentran nuestros niveles de corrupción, aunque ello sería por sí solo insuficiente pues habría que trabajar también en los otros componentes de la paz que el propio IEP señala, como, por ejemplo, reducir las inequidades, fortalecer las instituciones y su funcionalidad, la educación, y el respeto a los derechos humanos, entre varios más.
Hablando específicamente de corrupción, el estudio reporta que cuando ésta afecta a la policía o al sistema judicial de un país, ello impacta de manera directa al estado de derecho, lo que termina por vulnerar la institucionalidad y genera incrementos en la inestabilidad política. Podríamos decir que llega un momento –un punto de inflexión que el estudio detecta- en el que las policías dejan de ser funcionales en el control del crimen y se desdibuja la línea entre instituciones de seguridad y organizaciones criminales, lo que resulta en que esas instituciones de seguridad “se convierten en parte del problema” (IEP, 2015, 2).
Pero el IEP no es la única fuente que documenta los vínculos entre corrupción y violencia. Hay autores que han explicado esta relación en contextos muy diferentes al nuestro, tanto explorando países diversos de manera paralela (Green y Ward, 2004), como casos muy concretos. Por ejemplo, los autores africanos Obala y Mattingly (2014) nos relatan cómo es que, en Kenia, la etnicidad, la corrupción y la violencia terminan entretejiéndose. O bien, hay quienes nos hablan sobre la interdependencia entre corrupción, violación a los derechos humanos y conflicto, como ocurre en el delta del Níger (Ibaba Ibaba, 2011).
Más cerca de nuestro país, Wolf (2016) revisa una serie de textos sobre América Latina que buscan explicar las conexiones entre el narcotráfico, la violencia y la corrupción, concluyendo que el desplazamiento de poblaciones tiene que ver no solo con el miedo a convertirse en víctimas, con la extorsión, el acoso y el reclutamiento efectuado por bandas criminales, sino que, de manera cada vez más evidente, la corrupción incentiva la violencia que genera ese desplazamiento, ya que debilita aún más a las ya frágiles instituciones de justicia y cumplimiento de la ley.
Morris (2012; 2013) estudia en varios textos el caso específico de México buscando entender la complejidad de las conexiones entre corrupción y violencia. De acuerdo con ese autor, esa relación ha ido evolucionando con el tiempo. En años previos, según explica, la corrupción se asociaba con un tráfico de drogas relativamente “pacífico”, pero hoy, ésta se ha convertido en un verdadero motor de la violencia. Morris argumenta que la corrupción no solo permite que los negocios criminales operen, sino que, además, favorece la comisión de delitos mediante sobornos e intimidación, y eleva la dificultad para distinguir entre criminales y funcionarios de la ley.
No obstante, hay que considerar el tema incluso más allá de lo que indican esos autores. Si bien, por ejemplo, la investigación del IEP destaca la corrupción que puede invadir a policías o a los aparatos judiciales, hay que comprender que en países como el nuestro, esa corrupción es sistémica. Si algún funcionario público o alguna universidad, hubiese jugado cierto rol en un esquema para desviar recursos públicos, pensar que ese hecho no tiene nada que ver con otras partes del sistema, es mirar árboles y no el bosque. En un sistema, las partes se interconectan y, por tanto, las partes afectadas –cualesquiera que éstas sean- terminan por impactar al todo. Del mismo modo, es imposible atender o resolver las partes sin considerar el cuerpo integral que estas partes constituyen. En palabras simples, los actos de corrupción que afectan a cualquier área del gobierno (o a las empresas, o a cualquiera de los sectores de una sociedad), no se encuentran desvinculados de otros actos de corrupción, como, por ejemplo, en las policías o en otras instituciones, porque en un sistema en el que la corrupción tiene permiso para unas cosas, también se lo toma para otras.
Por consiguiente, si algún día queremos salir del lodo de violencia en el que nos encontramos sumidos, o más propiamente dicho, si de verdad pretendemos construir bases sólidas para la paz estructural, entonces cualquier esfuerzo para combatir desde su raíz a la corrupción y a la impunidad, es un paso adecuado en esa dirección. De otra forma, medidas como la captura, encarcelamiento o eliminación de cabezas criminales, o el desmantelamiento de sus bandas y organizaciones, resultarán siempre insuficientes.