Entre las mudanzas que promete el próximo gobierno, hay espacio para recuperar propuestas democráticas que alguna vez tuvieron un lugar privilegiado en el país, pero que se abandonaron y se corrompieron; espacio para retomar viejos proyectos a la luz de la narrativa que ha venido construyendo el ahora presidente electo. Causas cuya lista es tan larga como su trayectoria histórica: municipalismo, sindicalismo, agrarismo, profesionalismo…

Cada una de esas causas comparte atributos que, a mi juicio, encajan perfectamente con las ideas que están en curso: provienen de la historia de las batallas democráticas de México frente a las oligarquías y los oligopolios; atañen al propósito de justicia igualitaria que —ojalá— está llamado a convertirse en el hilo conductor del próximo sexenio; reclaman un enorme esfuerzo para rescatarlas del desván de corrupción al que fueron recluidas; y representarían, de ponerse en marcha seriamente, un ariete en contra de las élites políticas y económicas que capturaron al país a través de sus intermediarios.

Voy a la primera: el presidente electo ha propuesto ya una revisión de facto sobre el federalismo, al proponer la concentración de las delegaciones federales en una sola persona, quien acordaría directamente con el jefe del Ejecutivo. Esa propuesta ha despertado dudas y rechazos, pues los nombramientos de esos súper delegados responden a criterios de lealtad con el nuevo presidente y prometen convertirse en un poderoso contrapeso a los gobernadores. En muchos casos, fueron y seguirán siendo adversarios de quienes ganaron con votos sus gubernaturas y, en conjunto, significarán una nueva forma de centralización política.

A todas luces, se trata de una descalificación sobre la forma en que se han conducido los ejecutivos locales del país. Si el argumento fuera el de la austeridad republicana, ambas palabras tendrían que honrarse juntas: eliminar delegaciones, a cambio de ofrecerle la coordinación de los esfuerzos conjuntos a los gobiernos estatales: no solo austeridad, sino republicana. No obstante, entregar todo el poder a los gobernadores equivaldría a abdicar del mandato que López Obrador ganó a pulmón y convalidar la corrupción que ha emanado de buena parte de esos gobiernos. Con la nueva fórmula, en cambio, será él quien decida con qué gobernadores hablará, a quiénes empoderará y a cuáles, simplemente, anulará. El mensaje emitido con esta decisión es inequívoco: el presidente mandará sobre toda la R   epública y los gobernadores que aspiren a seguir tomando decisiones, tendrán que someterse.

¿Pero dónde quedarán los municipios? ¿O acaso la única vía de comunicación entre el poder político y los muchos y muy variados pueblos de México (pues el pueblo no se puede frasear en singular, excepto por economía del lenguaje) será el propio presidente? López Obrador sabe que la gran mayoría de los gobiernos de los municipios han sido capturados, corrompidos y/o debilitados por los aparatos políticos locales y que la naturaleza primigenia de los ayuntamientos —ayuntar, juntar al pueblo— fue vulnerada desde el último tercio del Siglo XIX. Pero también debe saber que los municipios pueden ser el contrapeso natural y auténticamente democrático de los gobiernos estatales.

El modelo de municipio que teníamos se agotó hace mucho, pero ese nivel siendo el más cercano a los pueblos mexicanos. Por eso merece ser reivindicado para quitarles el poder a los intermediarios y ponerlo en manos de la gente. Aunque aceptáramos la petición de principio que López Obrador nos hace para conducir honesta y sabiamente los destinos del país, el nuevo presidente no vivirá por siempre. En cambio, puede y debe reivindicar las viejas causas populares. Y el municipalismo está entre ellas. Bienvenida la austeridad, pero que sea republicana.

Investigador del CIDE

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses