Hasta ahora ha predominado la idea de combatir la corrupción como una cuestión de honor y venganza. Cuando se habla de ella, casi siempre se piensa en personas corruptas que deben ser detenidas y sancionadas; en individuos enquistados en cargos públicos que responden a un estereotipo de oscuridad y violencia y cuyo único propósito es acrecentar su poder. He ahí la imagen de la corrupción que quiere ser combatida: la codicia, la maldad y el cinismo encarnados en seres humanos cuya sola existencia ofende a la sociedad.

Esa imagen —alimentada con periodicidad matemática por los corruptos de la quincena— ha sido muy funcional a la vida política del país. Los buenos políticos se presentan como alternativa frente a los malos y, con la misma puntualidad y la misma vehemencia, ofrecen meterlos a la cárcel, nombrar individuos decentes para todos los cargos públicos y limpiar la casa. Ese argumento ha servido para organizar campañas políticas y para encasillar a los adversarios en el papel del villano. Pero también ha contribuido a envilecer la concepción misma de la política y a convertir la batalla contra la corrupción en una caricatura.

En ausencia de otros indicadores y de criterios más finos de evaluación, parece que la única señal de éxito en el control de esa enfermedad es el número de individuos que van a parar a la cárcel tras cometer algún acto de corrupción. Sin embargo, mientras más escándalos se acumulan y más personas son acusadas por abusar de su influencia, más se acrecienta la percepción negativa sobre ese fenómeno. La repetición de los escándalos no modifica los patrones de vulneración de derechos, sino que los normaliza, hasta el punto en que la gente acaba asumiendo que la corrupción forma parte habitual de las rutinas políticas. O incluso, que política y corrupción son una y la misma cosa.

Por el contrario, el mejor antídoto contra la corrupción está en la mayor participación posible de la sociedad en la vida pública. Ese fenómeno prospera en la oscuridad, en la discrecionalidad y en el monopolio de las decisiones políticas. Para contrarrestarlo, es necesario arrojar luces sobre las decisiones y sobre los recursos que utilizan las oficinas públicas, sobre la base de los objetivos que las justifican. Mientras más se sepa de esos cursos de acción y mientras más personas se sumen a la vigilancia de esas actividades, menos oportunidades habrá para desviar, capturar o negociar los dineros y el cumplimiento de las atribuciones.

En el mismo sentido, la capacidad de exigir resultados eficientes y procedimientos honestos constituye una de las condiciones fundamentales para controlar el desempeño de quienes ocupan los puestos públicos. Reducir la discrecionalidad es mucho más trascendente y mucho más eficaz que meter a la cárcel a quienes se llevan el dinero a su casa. Y desde luego, es imperativo que haya pesos y contrapesos en todas las decisiones que afectan al público —desde las más nimias hasta las más relevantes—, pues cada vez que hay un monopolio en el ejercicio de la autoridad hay, también, una oportunidad para capturar o desviar los recursos que nos pertenecen a todos.

Es imperativo que el Sistema Nacional Anticorrupción abandone la caricatura de los buenos contra los malos y proponga definiciones puntuales de los espacios donde sucede la corrupción, sobre los indicadores que deben utilizarse para medir su evolución y sobre los medios de control y los resultados exactos que habrán de ofrecernos para revertir ese fenómeno en los próximos años. No queremos saber a quiénes meterán a la cárcel la próxima vez, sino como evitarán que esas conductas se repitan hasta la náusea. No queremos héroes ni villanos que cambian de nombre semanalmente. Queremos definiciones, indicadores y políticas inequívocas. Nos urgen.

Investigador del CIDE

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