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Lo bueno es que hoy no habrá aranceles y que nuestra economía seguirá lidiando con los desafíos que enfrenta, sin añadirle más obstáculos. Es mil veces mejor amanecer esta semana con el anticlímax que con la épica de la guerra comercial y los tambores del nacionalismo sonando a ambos lados de la frontera más compleja del planeta. Quizás fue un mal arreglo –porque, para quitarnos la pistola de la sien, México aceptó prácticamente todo lo exigido, mientras que los Estados Unidos no asumieron más que un vago compromiso con el desarrollo de la franja centroamericana—, pero dadas nuestras debilidades, era mejor lo que tenemos, que un buen pleito.
Después de las negociaciones (¿pueden llamarse así o fueron más bien capitulaciones?) lo más probable es que veamos pronto la ratificación del nuevo tratado de libre comercio, que también incluye a Canadá: ese testigo ominosamente silencioso del zipizape concluido. Y tras la puesta en marcha de ese nuevo marco de relaciones económicas con la región, quizás veamos también la paulatina recuperación de la inversión, del gasto público y de las calificaciones financieras del país. Nadie sensato espera que el crecimiento llegue al 4 por ciento prometido, pero al menos se habrá conjurado el escenario de la recesión.
Y sería mucho mejor que, efectivamente, se siguieran las recomendaciones emitidas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (la Cepal) para emprender un programa ambicioso de inversiones, empleo y regulación en el Sureste mexicano y Centroamérica, con visión de largo aliento, como lo ha propuesto con insistencia el presidente López Obrador. Si el Congreso y los gobernadores implicados de Estados Unidos quisieran reaccionar con dignidad ante las bravatas de su presidente impresentable, podrían exigir que se convoque a las Naciones Unidas (con el aval de los países de la región en su conjunto) a poner en marcha un proyecto de desarrollo de emergencia, sustentado en la evidencia de la crisis humanitaria que está detrás de la avalancha migratoria. Conozco muy de cerca esa región y sé de sobra que, para reencauzarla, no se necesitan carretadas de dinero sino capacidades probadas de coordinación, firmeza e imaginación política. En esa zona del mundo puede verse y hasta tocarse la conocida frase de Lenin, según la cual “la política es la expresión más concentrada de la economía”.
Por lo demás, la salida de la pesadilla traerá a México nuevas obligaciones que habrán de desafiar aún más la menguada capacidad de operación de los gobiernos: de un lado, el control militar de la frontera sur para evitar que el flujo migratorio se desborde, con todos los riesgos que eso supondría; y de otro, la recepción multitudinaria de los migrantes expulsados de los Estados Unidos, para albergarlos como se pueda en las ciudades de nuestra muy golpeada frontera norte. Los mexicanos, generosos, saben que donde comen dos, cenan tres. Pero si la situación de Centroamérica no mejora pronto y mucho, la cena dejará de ser servida porque a duras penas alcanzará para comer. En este sentido, cada pieza del rompecabezas acordado debe eslabonarse sin defectos: desarrollo local abajo, trato digno pero firme en la puerta del sureste y mucho cuidado humano en el albergue temporal del norte, que podría ser definitivo.
De la celebración del sábado no hay mucho que escribir, pues Ebrard aguó la fiesta épica y ya nadie supo qué decir. Pero sí debe subrayarse, con angustia, que en medio de una celebración de la dignidad republicana haya aparecido inopinadamente la prédica del líder de las iglesias evangélicas. Si Juárez viviera, habría abandonado ese recinto. Fue un disparate que el desaire de los líderes políticos quisiera suplirse con la presencia de un jerarca religioso. Pero esa es otra historia. Por lo pronto, respiramos hondo.
Investigador del CIDE