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Los contenidos de la política mexicana empiezan a ser predecibles hasta la exasperación. Además de los lugares comunes que incluyen las descalificaciones cruzadas y la reiteración de las tesis que ya conocemos de cada uno de los candidatos que aparecerán en la boleta, también conocíamos de antemano los silencios ominosos que han recorrido las campañas. El debate no hizo sino confirmarlos.
No se habló de la discriminación que padecen las trabajadoras del hogar, ni de la necesidad urgente de ratificar el Convenio 189 de la OIT, para poner al día la legislación laboral que las ha sometido por décadas y que produce una de las zanjas más profundas de desigualdad en el país. Esta causa fundamental no produce votos entre las clases medias ni apoyos empresariales ni tampoco es clientelar. No ha sido una causa enderezada por los partidos que compiten, ni tiene el Copyright del líder. Por eso ha pasado inadvertida.
No se habló de la reconstrucción. Tampoco, por cierto, en el debate entre los candidatos al gobierno de la Ciudad de México. Como si México no hubiese vivido uno de los episodios más traumáticos de su vida colectiva el pasado 19 de septiembre, excepto para aprovechar esa tragedia para tratar de ganar votos a cambio de la demagogia y como si no hubiera decenas de miles de personas que siguen esperando una respuesta de las autoridades y una política de largo aliento. O peor aún, como si el dinero que debió ser utilizado para la reconstrucción no se estuviera usando para otros fines, medrando con la tragedia que sembró el cataclismo.
Por otra parte, los candidatos siguen creyendo que combatir la corrupción consiste en acusarse mutuamente y en autoproclamarse como adalides de la honestidad. Pero guardan silencio sobre la forma en que están utilizando los dineros que les entregamos para hacer política y sobre la falta de cumplimiento de sus obligaciones. Ninguna de las coaliciones ha rendido cuentas claras ante el INE, ni ha cumplido cabalmente con la Ley General de Transparencia. Los ciudadanos seguimos sin saber de dónde vienen los recursos privados que financian las campañas, ni cómo se gastan los caudales públicos que ponemos en sus manos.
Todos tienen ideas para combatir la corrupción, pero ninguno está cumpliendo con las leyes que ya existen. Ninguno. Por el contrario, los partidos han venido boicoteando la creación franca e imparcial de los sistemas anticorrupción que ya están plasmados en las constituciones y en las leyes. Han preferido la negociación de posiciones estratégicas para no perder espacios de poder y han impedido que nazcan las instituciones que estaban destinadas a evitar, desde sus causas, que la corrupción siga siendo el cáncer que corroe al país. Por desconfianza, por interés o por cinismo, sus hechos han negado sus palabras. En cambio, su mensaje de fondo es semejante: las cosas sucederán —se dicen entre ellos— cuando lleguen a Los Pinos.
No se habló de la captura generalizada de los puestos públicos, sino como argumento para ofender al adversario. Ninguno está dispuesto a modificar las redes de influencia que han minado la operación cotidiana de las administraciones públicas. El mérito, para ellos, significa cercanía, confianza y amistad. Cada uno desde su propio mirador, anuncia que los cambios que proponen vendrán condicionados por el reparto de los cargos públicos entre los suyos, porque la disputa electoral es también (y, sobre todo) una disputa por el botín de puestos y de presupuestos.
Se han vuelto predecibles, porque el proyecto democrático de México ha sucumbido a la captura de los intermediarios políticos que han dominado y corrompido el escenario público de México. Ninguno logrará lo que propone, porque los demás lo impedirán. Pero solo uno ganará las elecciones, mientras los problemas del país se agigantan como nunca.
Investigador del CIDE