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En lo que llevamos del Siglo XXI, el lenguaje de las políticas públicas ha ido ganando terreno. El lenguaje, digo: no los contenidos sustantivos ni el método, pero sí la jerga. Por eso escuchamos que muchos políticos dicen que hacen falta políticas públicas para resolver esto o aquello o modificar las que ya tenemos, porque no sirven. También se refieren con frecuencia a las causas de los problemas, como si de veras supieran de qué hablan.
En realidad, los problemas no existen sino hasta que alguien los nombra y no se resuelven sino hasta que se definen. Por excéntrico que suene esto, los problemas no nacen sino hasta el momento exacto en que una persona describe una situación que causa dolor o molestia y que debe modificarse, porque los problemas reclaman siempre una solución. Y esto vale tanto para la vida pública, como para la íntima. Por eso es tan conocida la frase acuñada por Gonzalo N. Santos, que algo sabía del poder: “La mejor forma de resolver un problema es no mencionarlo”.
Eso podía decirse en el régimen anterior, cuando la prensa era controlada, la oposición sometida y no había internet. Hoy, en cambio, resulta imposible ocultar las situaciones que causan dolor, indignación o molestia a un gran número de personas y que reclaman la intervención del Estado. Y el primer paso para afrontar esas situaciones es reconocerlas como problemas públicos: asumir su existencia y la obligación de poner manos a la obra. Pero describir no es lo mismo que definir.
La definición de un problema no solo exige aceptar, por ejemplo, que hay corrupción, violencia y desigualdad: la triada infernal del país. Tampoco es suficiente pasar por encima de las causas que los generan o creer que las políticas consisten en paliar sus efectos visibles. No hay política pública en la obsesión de meter a la cárcel a los corruptos sin modificar el régimen donde prosperan, ni en acumular policías o concentrar el mando de todos los cuerpos para desterrar la violencia, ni en repartir dinero a los pobres para evitar la desigualdad. Pescar peces gordos, empoderar a las fuerzas armadas o repartir mejores limosnas, son salidas falsas a los problemas públicos, porque ninguna está antecedida por una definición de las causas que los generan ni, mucho menos, de su factibilidad y sus destinos finales.
¿Cuántos corruptos investigados por una comisión internacional hay que meter a la cárcel para acabar con la corrupción? ¿Cuántas manos hay que cortar antes de anunciar que, ahora sí, el país es honesto? ¿Cuántos conversos se necesitan para terminar de barrer las escaleras de arriba hacia abajo? Mientras las oportunidades de capturar puestos, presupuestos y decisiones públicas sigan intactas y sigan eslabonándose con los intereses de los privados, los leales y los amigos, la corrupción seguirá siendo un problema sin soluciones.
¿Cuántos cárteles hay que desmembrar, cuántos capos y cuántos sicarios hay que abatir para contener la violencia? Una vez que se llene la planilla de la lotería con las caras de los mayores delincuentes de México, como la que alguna vez hizo pública el presidente Calderón, habrá que sacar la que sigue. Parece una mala broma: “Hemos dado un golpe mortal a la obesidad: detuvimos un carguero lleno de chocolates”.
¿Cuánto dinero quieren seguir repartiendo nuestros líderes para decir que ya no hay pobres en México? ¿Tanto como sea necesario, acaso, para garantizar las clientelas que habrán de apoyarlos en las próximas elecciones?
Ninguno de los problemas nacionales que nos agobian está siendo definido a partir de sus causas y ninguno tiene salidas acabadas ni rutas verificables. Lo que habrá el 1 de julio no será una competencia entre políticas públicas, sino entre agravios, empatía y emociones. Así son las campañas electorales. Pero luego, hay que gobernar.
Investigador del CIDE