Cuando se diseñaron bajo el criterio fundamental de la autonomía, nadie puso en duda la importancia de los órganos electorales y ninguno de los principales actores políticos intentó siquiera —no al menos de manera explícita— atentar contra su credibilidad. En aquellos años, la confianza que despertaban el IFE y el Tribunal Electoral les convenía a todos: al partido hegemónico, por la posibilidad de darle legitimidad política al régimen; y a las oposiciones, porque la sola imparcialidad de esos órganos garantizaba condiciones de competencia hasta entonces inéditas.
El tránsito del singular al plural en la vida política del país no se explicaría sin considerar el papel que jugaron aquellos órganos. No fueron ellos quienes determinaron los resultados electorales de finales del siglo XX, pero sí contribuyeron a crear un ambiente de certeza, de participación democrática y de competencia sensata que, a la postre, hizo posible que los ciudadanos creyeran en el poder de su voto. Así de simple y de trascendente: la gente aprendió que elegir un cuadro en la boleta podía modificar la distribución del poder y que los órganos electorales estaban ahí para garantizar las decisiones tomadas en cada urna.
Quienes los integraban hicieron bien su trabajo, pero también tuvieron suerte. Siempre me he preguntado qué habría pasado si en 1997 hubiese perdido Cuauhtémoc Cárdenas las elecciones para gobernar el Distrito Federal —Cuauhtémoc, el emblemático líder del Frente Democrático Nacional y el símbolo del fraude electoral del 88—; o cómo se habrían desarrollado los conflictos políticos del país si, en lugar de Vicente Fox, hubiese ganado las elecciones del año 2000 Francisco Labastida o si el presidente Zedillo hubiese decidido desconocer los resultados de aquel 2 de julio. Asumo que, aunque los árbitros electorales hubiesen hecho exactamente lo mismo que hicieron —incluyendo los casos del Pemexgate y de Amigos de Fox—, su credibilidad no habría sido la misma, ni habrían aportado mucho a la legitimidad de quienes ganaron aquellos comicios. Tuvieron suerte y un entorno muy favorable a la construcción democrática del país.
Eso se fue acabando a partir de 2003: ni la suerte, ni la misión cumplida, ni el respaldo de los partidos políticos se mantuvieron por mucho tiempo. De un lado, la disputa por la designación de los consejeros y los magistrados electorales dañó los consensos que se habían sostenido hasta entonces; y, de otro, el objetivo deliberado de minar a esas instituciones y de incluirlas como parte acusada entre los muchos despropósitos que se cometieron durante las campañas de 2006, dieron al traste con la confianza ganada. Y, desde entonces, tratar de recuperarla ha sido el mayor desafío que ha enfrentado la muy frágil democracia de nuestro país. Una vez aprendido el camino de la descalificación, los partidos políticos no han dejado de transitarlo.
Pero ese argumento, que en su momento fue escrito por Andrés Manuel López Obrador para confrontar y deslegitimar el triunfo oficial de Felipe Calderón en 2006, hoy se ha convertido ya en moneda de uso común y en una amenaza tangible para cualquier resultado que se obtenga en el año 2018. Pero muy especialmente, si López Obrador ganara las elecciones. Si así fuera, aquel argumento le sería devuelto con tanto o más ahínco que hace doce años.
A estas alturas, es ya evidente que combatir la credibilidad de los árbitros electorales puede resultar conveniente para reaccionar ante la derrota y que, en ese sentido, ir construyendo la escalera de la impugnación generalizada puede formar parte de las estrategias de los partidos políticos. Así como sucedió en el 2006, así también puede volver a ocurrir en 2018, pero esta vez con López Obrador como el acusado y el segundo lugar —PRI o Frente— como agraviados. Nadie sabe para quién trabaja.
Investigador del CIDE