Si ya eran suficientes, el mes de septiembre le añadió al país problemas gigantescos. Son desafíos que rebasan con creces las soluciones habituales, porque no sólo atañen a la necesidad de reconstruir cosas sino de recuperar sensibilidades, sentido humano y visión de largo plazo. Me angustia, lo confieso, que el Estado y el sistema político mexicanos carezcan de los atributos para enfrentar lo que vendrá.

En la obstinada idea de ganar la Presidencia a toda costa hay una mirada miope. En medio de las dificultades que deben afrontarse, nuestros políticos no hacen más que diseñar estrategias para derrotarse mutuamente, sumando conflictos y sembrando desconfianza. La subasta por la Presidencia domina ya la vida pública, como si cualquiera pudiera gobernar y como si ganar el puesto equivaliera a hacerse del poder total. No es cierto: dirigir el Estado no es una bagatela, no es cuestión de iluminados solitarios ni, mucho menos, un concurso de frivolidades.

La forma en que está diseñado el régimen político hace imposible imaginar siquiera que el próximo presidente del país –quien sea— pueda contar con los medios suficientes para hacer frente a los problemas que lo agobian. Pero lo más grave es que para llegar hasta ese punto hay que cerrar antes el sexenio en curso y sobreponerse a la competencia electoral que, a todas luces, se ha complicado mucho más después de los terremotos de septiembre. Y, hasta ahora, no hemos visto más que un repertorio absurdo de lugares comunes y ambiciones personales.

Si no actuamos con el mayor sentido de responsabilidad y no creamos un contexto de exigencia social suficientemente poderoso, será inevitable el uso electoral de los recursos destinados a la reconstrucción. Si no se blindan oportunamente, los fondos federales serán utilizados para ganar clientelas, repartiendo dineros a través de transferencias inducidas, mediante listas hechas a modo en oficinas públicas. No estoy exagerando: los lineamientos que regulan el Fonden —la vía privilegiada para responder a la emergencia— demuestran que no hay otra manera de ejercer los recursos. En este sentido, no me sorprende que el PRI haya decidido renunciar a todo su financiamiento para depositarlo ahí. Haciéndolo, habrá multiplicado por 10 (o más) su capacidad de construir lealtades con dinero público.

Por su parte, los demás partidos se han venido tropezando con la misma idea. Quieren crear fideicomisos para hacer lo mismo: repartir dinero entre los suyos, por sus propios medios, como si el financiamiento que se les otorga pudiera emplearse como les viniera en gana. La lógica de esas decisiones no tiene nada que ver con una visión de largo aliento para levantar al país de la tragedia, sino con la mecánica de la subasta: ¿Quién da más?

En esas condiciones, el sector privado ha preferido hacerse a un lado, creyendo que podría salvarse de esos despropósitos invocando el arte de la transparencia. Se equivocan: la dimensión de la subasta que se nos viene encima los arrollará en medio de la confusión de los repartos y añadirá nuevos elementos de desconfianza al ambiente destructivo que nos está rodeando.

No habrá manera de concluir este sexenio de manera digna, ni mucho menos de conducir el proceso electoral en curso, si nos rendimos ante este caudal de ocurrencias derivadas de los terremotos. Nuestro régimen político es muy frágil y la sociedad mexicana está muy agraviada. Es hora de que las élites del país cobren conciencia del tamaño del problema que se les ha venido encima y comprendan que no pueden seguir actuando como si no pasara nada. Es urgente salir de esta subasta para aislar la competencia electoral del mal uso de los dineros públicos y auspiciar un cambio de sexenio razonable. Pero hay que hacerlo ya.


Investigador del CIDE

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