El número de aspirantes independientes a la Presidencia de la República ya se volvió una chacota. Los 74 ciudadanos que eligieron esa ruta legal para competir en las próximas elecciones no sólo habrán de enfrentarse a las reglas dispares y el ruido mediático, sino a la confusión.

Como secuela del galimatías de reglas que se han dado para tratar de justificar la millonada de recursos que se reparten, los partidos abrieron la rendija de los independientes para darle un respiro a la claustrofobia política. Sin embargo, por esa rendija se están colando personajes con muy distintos orígenes y propósitos, que desnaturalizan el sentido de esas candidaturas.

Los independientes tendrían que ser eso: independientes, y no políticos profesionales en rebeldía con los aparatos que les dieron la espalda. Varios de los registrados —haciendo uso de sus legítimos derechos políticos— están ahí por razones completamente distintas a las que se previeron cuando se legisló esa figura. El caso de Margarita Zavala es emblemático: una panista de toda la vida que encontró cerrada la puerta de su partido y que ahora busca afirmar la ruptura por la vía independiente. Es el mismo caso del inefable gobernador de Nuevo León, priísta de cepa, trasmutado en un ciudadano muy bronco sin filiación partidaria, o de Armando Ríos Piter, que prefirió jugarse su suerte tras haber visto canceladas las oportunidades de ascenso en el partido que lo acogió.

Es probable que los profesionales de la política consigan las 866,593 firmas que se requieren para registrar su candidatura formal antes del 12 de febrero (que es la fecha límite establecida), porque quizás cuentan con la estructura y con el respaldo económico suficientes. Pero de lograrlo, habrán convertido esa alternativa en otra puerta giratoria para la clase política del país y habrán creado nuevas candidaturas emanadas de los partidos, sin siglas.

Siempre he pensado que las candidaturas independientes a la Presidencia de la República son una anomalía. No pienso lo mismo de las candidaturas locales, donde las relaciones personales y el tejido comunitario suelen prevalecer sobre las marcas y las estructuras partidarias. Pero a nivel nacional y bajo las condiciones que impone la ley en vigor, cualquier candidato requiere del respaldo de una compleja trama de alianzas políticas —que de entrada debe reflejarse al menos en 17 entidades para conseguir el registro—, de recursos financieros muy acrecidos y de un programa capaz de trasmitir a la sociedad algo más que el rechazo a un partido (o a todos) y la ambición personal de gobernar a los mexicanos. Es decir, para competir por la Presidencia hacen falta partidos, no personajes iluminados por la epifanía o por el encono hacia sus antiguos correligionarios.

Admito que entre los aspirantes independientes hay quienes, efectivamente, se presentan como alternativa al régimen de partidos en su conjunto. Es el caso, por ejemplo, de María de Jesús Patricio Martínez, cuya trayectoria está ligada a la rebelión zapatista de 1994. Pero incluso en este caso, esa candidata nos diría poco si no ostentara su filiación a un movimiento que ha desafiado desde su origen al Estado mexicano —incluyendo a los partidos políticos—, que tiene una ideología claramente identificable y una larga y acreditada trayectoria en el escenario político del país. Lo que le da sentido a esa candidatura es el Congreso Nacional Indígena y el EZLN.

Si ya teníamos a la vista un escenario caótico para el 2018, la pasarela de los independientes no hará más que complicarlo aún más. Y en lugar de afirmar la quebrantada construcción democrática del país, esta enorme lista de candidatos la entorpecerá más. Me pregunto qué milagro tendría que ocurrir para inyectar algo de sensatez a la locura que estamos viviendo.

Investigador del CIDE

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