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Han renunciado a las ideologías. Si alguna vez supimos con alguna claridad qué mundo preferían y la sola mención de sus siglas nos ayudaba a situar a las personas que militaban en sus organizaciones y a identificar la orientación política de sus candidaturas, hoy esas señas de identidad se han diluido. Una de las principales aportaciones de los partidos políticos a la cultura democrática se ha perdido en la mecánica del pragmatismo que regirá las elecciones de 2018.
¿Qué ideología hermana al PT con Encuentro Social y con Morena? Ninguna. Los une la codicia que despiertan las encuestas. No hay en esa alianza una sola seña capaz de darle contenido sustantivo. Se suman porque Andrés Manuel puede ganar la Presidencia y porque el candidato les dio la bienvenida para sumar votos. No se unen en torno de un horizonte compartido, de una visión común sobre el país o de un sueño que defina las razones que los llevan a la vida pública. La cosa es ganar las elecciones; y en el mejor de los casos, renunciar a las ideas en nombre de la personalidad. No hay ideología en esa mezcla inaceptable entre maoísmo y credo religioso, más allá de López Obrador.
Guardadas las distancias, es la misma lógica que llevó a la creación del Frente entre el PAN, MC y PRD. Ellos mismos jugaron con la metáfora del agua y del aceite, mezclados por la magia de la voluntad política. Pero a contracorriente de la coalición que defiende la candidatura de López Obrador, la creación del Frente responde al polo opuesto: se formó para enfrentar al PRI, pero también para impedir que el tabasqueño gane los comicios de 2018. En esa alianza tampoco hay una propuesta ideológica acabada, ni una ilusión común que trascienda las siguientes elecciones. Es una estrategia electoral y nada más, cuyo pragmatismo se encarna en sus acuerdos y sus candidaturas.
De ese grupo tampoco escapa el PRI. No sólo porque a lo largo de su historia ha sido mucho más un aparato electoral que un partido con ideología —nació del pragmatismo y desde ahí ha proclamado el socialismo, el populismo, la socialdemocracia, el liberalismo, el liberalismo social y el neoliberalismo, según le ha convenido—, sino porque ahora añadió a esa trayectoria errática su propia negación, pues sus dos candidatos principales no son priístas. Tampoco es que sus aliados en la ruta le otorguen una identidad política mejor, pues ni el Verde es verde, ni la Nueva Alianza es nueva. Pero no pasa inadvertido que sus mejores credenciales se presenten como una deliberada abdicación a la identidad que le otorga su propia militancia.
En las siguientes elecciones nadie votará para defender la historia de una idea y su vigencia en el futuro, sino para optar entre trayectorias personales. Los partidos políticos han declarado su derrota anticipada como organizaciones capaces de imaginar el mundo y proponer horizontes diferentes. Su fracaso ideológico ha cedido el sitio a las ocurrencias de sus dirigentes y sus candidatos, mientras que sus principales decisiones políticas ya no se toman con la ayuda de los libros sino de las calculadoras.
La muerte de las ideologías no sólo produce decepción e incertidumbre (¿a qué le estamos apostando?), sino que vuelve mucho más áspera la contienda electoral, pues no es lo mismo combatir contra una idea que contra un hombre; detrás de las estrategias que ya se están gestando en las oficinas de esas coaliciones aberrantes no hay, ni puede haber, un cielo y un océano para navegarlo, sino personas que se han unido para orquestar sus ambiciones e impedir el paso de otros al poder. En esa lógica, nadie debe esperar una competencia entre ideas inteligentes, sino una arena donde sangrarán los luchadores. Muertas las convicciones, triunfarán las gesticulaciones.
Investigador del CIDE