La semana pasada escribí un artículo (“El país de mis sueños”) en el que reproduje los principales compromisos asumidos por el gobierno federal en el epílogo del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024. Un recuento de promesas que, de cumplirse, abrirían un horizonte de paz, igualdad y crecimiento completamente diferente al escenario de desigualdad, violencia y corrupción que hoy estamos padeciendo.
La mayor parte de la sociedad cree que se cumplirán esas promesas. No las leen como utopía ni, mucho menos, como un recurso para salir del paso. Confían en la voluntad inquebrantable del presidente López Obrador y no se plantean siquiera que haya obstáculos imposibles de vencer o que los medios para llegar a los fines señalados en el PND puedan volverse, por sí mismos, la negación de la quimera.
Tampoco se preguntan si esos objetivos corresponden con las posibilidades reales de obtenerlos: la viabilidad, la factibilidad de los propósitos, la definición causal de los problemas, el diseño y el núcleo duro de las políticas planteadas, las trampas de la implementación o los métodos de evaluación del desempeño, de los procesos o de los impactos pertenecen al vocabulario oficialmente proscrito del neoliberalismo. Si el PND habrá de cumplirse será por la capacidad del líder, por la voluntad del pueblo organizado y por la revolución de las conciencias. Será porque los enemigos del crecimiento basado en el esfuerzo popular, de la autosuficiencia energética y alimentaria, de la redistribución equitativa de la riqueza nacional, de la paz justa y de la honestidad republicana habrán sido definitivamente derrotados.
En este sentido, la utopía planteada en el PND es la puerta abierta hacia la épica. No es un documento en el que se propongan metas y métodos verificables paso a paso, sino un listado de ideales y batallas dignas de librarse. No es un ejercicio técnico sino político, acompañado de un mensaje críptico: si acaso no crecemos como dice el Plan, o no se cortan desde la raíz la corrupción, el fraude electoral y el crimen, o no se erradica la pobreza extrema o no se garantiza el acceso universal a la salud, a las escuelas y a las universidades, o no se afirma la más absoluta libertad de cada uno, no será por la falta de voluntad del líder sino por la necedad de quienes se le oponen. Convertido en proclama y manifiesto, el PND es un llamado a la lucha popular.
En dos años y medio se convocarán elecciones para revocar o confirmar el mandato entregado al presidente López Obrador en el 2018: otra de las ofertas subrayadas en el PND. Para entonces ya sabremos a ciencia cierta si las promesas contenidas en ese texto podrán cumplirse cabalmente. Pero también se habrán consolidado los programas respaldados en el reparto de recursos públicos, habrá avanzado la idea de la consulta popular a mano alzada y se habrá expandido el discurso de la intolerancia a cualquier crítica adversa a las decisiones del gobierno. Los éxitos, los que haya, serán la bandera indisputable de la 4T; los fracasos y las desviaciones, las que haya, el obstáculo infame levantado por sus enemigos. Y sobre esa base tendremos que votar si el presidente López Obrador ha de concluir el término de su mandato o retirarse. Si se queda, habrá cobrado nuevo aliento para refrendar la épica de la utopía. ¿Pero que pasaría si tuviera que irse?
He aquí la pesadilla: que el presidente no consiga el refrendo de la mayoría que hoy lo sostiene y al día siguiente de esas elecciones presente su renuncia, dejando tras de sí un país con problemas no resueltos, dividido hasta la muerte y sin opciones institucionales para lidiar con esa crisis. ¿Podría esta pesadilla volverse realidad? Sí, sí podría. Por eso es necesario despertar: mejor la vigilia democrática del Estado de derechos, que los sueños mal soñados. Mejor despiertos que dormidos.
Investigador del CIDE