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La movilización de los estudiantes universitarios está cargada de símbolos, esperanzas y desafíos. Hace cincuenta años, sus abuelos tomaron las calles y dieron comienzo al larguísimo proceso de exigencia que desembocó en el cambio de régimen. Medio siglo después, estos jóvenes piden resultados concretos: que no los hostiguen, que no los amenacen, que los dejen vivir en paz. No tengo la más mínima duda de que estamos en los umbrales de algo fundamental: no se trata solamente de echar a los porros, sino de arrancar desde la raíz las razones que están detrás de esa plaga.
De aquí la esperanza: el próximo 2 de octubre habrá una movilización que nos convocará a todos y que habrá de llenar las plazas de todo el país. No debe ser otra conmemoración del 68 sino la puesta al día de las exigencias perdidas. Nadie sensato y de buena fe debe quedarse al margen de la construcción de una nueva cultura cívica capaz de oponerse al predominio de los criminales y al sistema de alianzas que los han auspiciado. Este no será, no debe ser, el reclamo acotado de un puñado de jóvenes agredidos sino el tañido de las campanas para recuperar el espacio público que nos fue arrebatado por la connivencia entre los violentos, los negligentes y los corruptos.
Los criminales se han apropiado poco a poco de México. Están por todos lados. Quienes hemos tenido la oportunidad de recorrer el país los hemos visto por cada esquina, ostentando cada vez con mayor cinismo su fuerza y su modo de vida. Han controlado zonas completas del territorio, muchos se han colado a los puestos públicos para convivir con nuestra clase política, han sometido empresarios y se han lavado las manos creando nuevas empresas cuyos ingresos no provienen de las firmas que los protegen, han impuesto toques de queda y cerrado zonas completas de nuestras ciudades, han establecido retenes y horarios en calles y carreteras, han fijado tarifas para permitir la sobrevivencia de pequeños y grandes negocios, han amenazado y asesinado a las autoridades que se propusieron hacerles frente y han inyectado el virus del miedo a una buena parte de nuestro tejido social.
El mayor desafío que enfrentan los próximos gobiernos de México es reconstruir el Estado: devolverle el monopolio legítimo de la coacción, como lo diría Weber o, si se prefiere, el predominio de la justicia sobre la fuerza. No se trata solamente de la seguridad callejera ni del control pasajero de la violencia, sino de la construcción de una paz justa que se sobreponga a la lógica del terror --como lo ha subrayado con tino y observando al resto del mundo, Mauricio Meschoulam--. Recuperar la calle, las plazas, los pueblos y la vida en común de las manos de quienes han hecho del miedo el argumento de su dominación.
Los universitarios le están regalando al presidente electo de México la oportunidad de recuperar al Estado desde abajo y desde adentro: pacíficamente, con la sociedad consciente y movilizada para defender sus derechos. Lo que está en juego no es solamente la tranquilidad que se merece nuestra máxima casa de estudios, cuyos campus deben ser intocables. Son todas las universidades y todos los espacios públicos del país. Es la convivencia misma de una sociedad cada vez más sometida y más asustada ante la potencia de los criminales. Pero no a través de la continuación de la guerra iniciada por Calderón sino de una verdadera revolución de conciencias: en paz y entre todos.
Los jóvenes de la UNAM nos están llamando a la acción. Tienen razón y les asiste el derecho. Más allá de cualquier interpretación política, nadie debe dudar del apoyo que se merecen ni titubear para oponerse a la violencia que los amenaza, porque de esa movilización puede brotar la semilla para recuperar al país. Que se entienda con claridad: nosotros somos el Estado, México es nuestro.
Investigador del CIDE