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Lo que hace deplorable el espectáculo de la política es la subordinación de las razones a las ambiciones y el encono. Nadie sensato espera que en una contienda electoral –que es, por definición, una batalla por ganar posiciones de poder— no haya argumentos duros y una franca rispidez. Pero en una democracia digna de ese nombre, el despliegue de barbaridades ha de tener límites.
Si las campañas se convierten en un intercambio de acusaciones y mentiras, si solamente siembran odio y si se despliegan a partir del uso abusivo de los recursos disponibles, el resultado no es el triunfo de uno sobre los demás, sino la derrota colectiva y la preparación de un conflicto mucho más hondo. A todas luces, la lógica plebiscitaria que ha cobrado esta campaña no sólo está polarizando a México otra vez, sino que está degradando todavía más a la ya de suyo malquerida democracia.
La ventaja de López Obrador está volviendo locos a sus competidores. Por razones que se me escapan, parece que no han aprendido que esa polarización forzada es exactamente el territorio favorito del candidato a vencer. Mientras más lodo le arrojan, más credibilidad le otorgan al único argumento sólido que lo mantiene al frente: la división de la política entre poderosos y desposeídos que se desdobla, a su vez, en la terca vigencia de una sociedad de castas.
Me dicen los que creen saber, que la campaña negativa es la única que puede modificar las preferencias ya enquistadas. En otras elecciones tuvo éxito: inventar mentiras, exagerar los desaciertos e infundir miedo entre los electores puede producir, afirman, resultados favorables para quien domina esas malas artes. Pero sucede que, en las condiciones actuales, ese alud no está logrando sino consolidar la indignación de quienes ya sabían, de antemano, que López Obrador sería acusado de todo lo que hace y de todo lo que no hace. Y, además, el exceso y la mentira nos ofende a todos.
De hecho, el argumento de la mafia del poder tiene Copyright y la expresión enconada de esa lógica, que divide a la sociedad entre buenos y malos, reafirma y profundiza las opiniones de quienes lo respaldan. Mucho antes de iniciar esta campaña negra, la idea del peligro para México ya era un lugar común. Y al volver, renovada y subrayada, no solo puede volverse un bumerang en contra de quienes la están lanzando nuevamente, sino que está dejando sin argumentos al retador más importante.
Tras el primer debate, quedó claro que el único candidato que podría desafiar a López Obrador era Ricardo Anaya, siempre que lograra establecer que su gobierno no sería la continuación del anterior y que tendría respuestas diferentes a las preguntas que el candidato de Morena no consigue responder. Pero entrelazada con todas las demás en el ataque obsesivo al puntero, cuesta distinguir la singularidad de la campaña de Ricardo Anaya.
Ha decidido colocarse como la cabeza de la oposición a López Obrador, pero esa sola idea refuerza la certeza del primer lugar y abre el abanico para que el voto se disperse. Me pregunto en qué momento cometió ese error: para ganarle al partido en el poder, tendría que haberse desmarcado de cualquier lazo de identidad con el gobierno y su partido (el así llamado PRIAN) y, luego, ofrecer salidas a los gravísimos problemas del país con mayor destreza que AMLO. ¿No se trataba acaso de cambiar a un régimen caduco?
A estas alturas, sin embargo, me temo que el resto de la campaña será negra. Quienes la están diseñando e impulsando no consiguen comprender que la oposición a la mecánica del amigo/enemigo propuesta por López Obrador, es la negación de esa dicotomía a favor de los derechos, las razones y las soluciones. Pero el rechazo irracional los ciega y entre todos, otra vez, habrán de convertir las elecciones en un nuevo episodio de ruptura y en una nueva derrota para la democracia.
Investigador del CIDE