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Al comenzar el año, los sonidos que escuchamos no son los ecos de la democracia sino los tambores de la guerra. Ninguna de las instituciones que creamos para vivir el nuevo Siglo de un modo diferente está consolidada. La ecuación de la certidumbre del proceso con la incertidumbre de los resultados se ha agrietado desde los cimientos: nadie sabe a ciencia cierta hasta qué extremos podrá llegar esta elección planteada, desde sus orígenes, como un galimatías y una amenaza. Nadie sabe cómo podrá evitarse el uso del dinero sucio y la violencia, cómo restituir autoridad a los órganos establecidos para imprimir orden y moderar abusos, ni cómo afrontar el desafío del cambio sexenal sin demoler el edificio de la democracia.
Quisimos dejar atrás el Siglo XX con instituciones nuevas que nos pondrían en ruta hacia un futuro democrático, donde las reglas justas y bien empleadas habrían de prevalecer sobre los individuos y las ambiciones de poder. Pero no pudimos. Los desacuerdos y los titubeos entre las electorales, en lugar de inyectar confianza y certidumbre producen confusión; la captura y el sometimiento de las que fueron diseñadas para combatir la corrupción es evidente; la puesta en vigor de las normas que reconocen el fracaso de las policías para otorgarles poderes de excepción a las Fuerzas Armadas del país y la formación de coaliciones políticas destinadas a chocar para imponerse, anuncian un 2018 que nos volverá al pasado.
Vivimos el teatro del absurdo con precandidatos que ya son candidatos y con precampañas que se anuncian exclusivamente dirigidas a cada militancia para cuidar las formas, pero que ya se han convertido en caricaturas de sí mismas, con un régimen de transparencia y fiscalización puesto en entredicho y que, en el mejor de los casos, les grita a los partidos, pero no logra someterlos; y con carretadas de dinero público y privado invertidas para hacerse del botín político, sin que las instituciones destinadas a evitarlo acaben siquiera de integrarse. Entretanto, a la violencia se responde con violencia, en una espiral justificada por la incapacidad de imaginar otra forma de restablecer la paz.
Nada de lo que está sucediendo se parece a lo que imaginamos. El escenario que soñamos era muy distinto. De haber funcionado, hoy los partidos principales estarían librando contiendas democráticas internas, de ideas y de propuestas coherentes con su trayectoria, para elegir a sus mejores candidatos. Lo estarían haciendo con absoluta transparencia, informando puntualmente sobre cada peso gastado en sus procesos propios y también sobre la biografía de sus precandidatos, sobre sus proyectos y sus ideales, en el marco de una amplia vigilancia social. No utilizarían otros recursos, entre otras razones, porque el entramado que creamos para enfrentar la corrupción estaría ya funcionando por completo, conformado por profesionales impecables y con un amplio respaldo de la sociedad. Y las instituciones electorales, todas, estarían conduciendo y vigilando los procesos con criterios afines y precisos, sin ninguna diferencia entre ellas y acompañadas, a su vez, por un esfuerzo inédito de consolidación de la cultura cívica. Nada de esto ha sucedido.
Y tampoco ocurrirá a lo largo del año que comienza, porque los errores del pasado determinan inexorablemente las desventuras del futuro. Los órganos electorales se disputan jerarquías, quebrando la certeza, la fiscalización no está conteniendo los excesos, el sistema para combatir la corrupción no está operando y la sociedad está agraviada, sometida y asustada. Todas las miradas apuntan a la conquista y el reparto del botín político siguiente y a velar armas para el conflicto que vendrá después, largamente anunciado por sus voceros principales. Así será el 2018 que se anuncia ya, por increíble que parezca, como el peor año del sexenio.
Investigador del CIDE