El país no puede seguir así: si en la última cuenta disponible (en el año que va de 2015 a 2016) más de un millón de alumnos se fueron de la escuela, y de ellos 770 mil (70%) se perdieron en la educación media superior, hay un problema social y educativo de una magnitud enorme. En promedio, cada día, incluyendo sábados, domingos y fiestas de guardar, tres mil dejaron de asistir a sus escuelas: 125 cada hora y dos cada segundo. Es, sin eufemismo alguno, brutal. Inaceptable.

Otra imagen: si dividimos esa cantidad en salones de 30 estudiantes cada uno, al inicio del ciclo escolar 36 mil 666 salones estaban llenos de vida, voces, ganas de saber, de esperanza en la educación para el futuro y, al final, los hallamos vacíos, llenos de polvo los pupitres, repletos de silencio. Huecos. El sistema educativo es un desbarrancadero que ahonda el socavón de la desigualdad social abrumadora que toleramos. No la atempera siquiera: la impulsa sin pudor alguno.

El nivel que próximamente será parte de la educación obligatoria, la media superior, aporta al promedio diario mil novecientos jóvenes que perdemos: son variadas las razones para no continuar los estudios, pero sin duda la más importante es que son expulsados de la posibilidad del aprendizaje escolar, ya sea por las condiciones económicas de sus familias o el hecho de enfrentar el ingreso a un proceso escolar irrelevante, aburrido, o desastroso, desvinculado de sus intereses, o que les exige contar con lo que las deficiencias sociales y educativas previas les escatimaron.

La causa de esta pérdida de tantos, para colmo, se les atribuye a ellos: tuviste la oportunidad de estudiar y no la aprovechaste. La víctima de la exclusión, del impacto de la desigualdad y la pobreza que se traduce en las peores condiciones educativas para los que más lo necesitan, termina siendo culpable: ingrato, mala paga del esfuerzo de la patria, cobarde. Tan es así que en muchas ocasiones se les llama “desertores”, igual que en la guerra cuando, por miedo, se abandona el frente.

Cada vez es más claro que la desigualdad social en México se refuerza con una dotación desigual, inequitativa, de recursos escolares. A los más carentes de condiciones socioeconómicas y culturales que impulsen su aprendizaje, el país les destina los servicios educativos menos favorables.

Sin un proyecto económico, social y político distinto, incluyente, que tenga como eje fundamental la transformación educativa, los estudiantes que perdemos se irán de la expectativa de un mejor futuro por la vía del conocimiento. No sólo está en riesgo el porvenir para un empleo, o la “productividad” nacional, sino los caminos en la construcción de personas que sepan preguntar, dudar y criticar: es decir, de una ciudadanía sólida que se haga cargo de la necesidad de pelear por un país distinto, en el que origen no sea destino, ni valga más tener conocidos que conocimientos.

Se van. ¿A dónde? Como dice el dicho: a donde más valgan. Desvalidos para la escuela, buscaran donde valerse o hallarán otros valedores. Es una desgracia para México lo que sucede: no cuida su talento y abre fosas para enterrar expectativas. Saber contar el tamaño del problema es preciso, para que el gobierno deje de contar cuentos. Hacer las cuentas y actuar es imprescindible, no hacer de cuenta —como en estos años— que se reforma lo que ni siquiera se entiende.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.

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