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No se puede. Es radicalmente imposible derogar la reforma educativa. Así, sin duda alguna. ¿Por qué? Por una razón muy poderosa. Joaquín Sabina advierte: “No hay nostalgia peor, que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Si evocar con melancolía lo no ocurrido es la más mala de las versiones de la morriña, proponer derogar lo que nunca existió es absurdo: carece de objetivo la acción del verbo.
Derogar significa dejar sin efecto una norma jurídica vigente. Y como tal, como norma jurídica, lo que se ha dado en llamar Reforma Educativa —esto es, la propuesta y acciones coherentes para generar un nuevo proyecto que transformase a la educación en México— no existe ni existió.
Con ese nombre se ha dado cobertura soterrada a una reforma laboral, a una modificación administrativa para la asignación de puestos de trabajo, a la reorganización de las cuotas de poder entre la autoridad y el SNTE y, también, a la imposición (sin consulta real al magisterio), tardía y apresurada, de un nuevo esquema curricular y sus planes y programas de estudio.
Estos cambios tienen que ver, y afectan para mal, en no poca monta, a la educación mexicana, pero su amontonamiento, sin orden (el “nuevo” modelo educativo se propuso al final) ni concierto (contradictorios entre sí) no se puede llamar reforma educativa. Si usted busca con este nombre a las acciones de la SEP, encontrará que remite a un programa de infraestructura. Así están las cosas.
Entonces, ¿qué hacer? Someter a revisión profunda cada una de las acciones legales emprendidas por este gobierno y, en su caso, de acuerdo con los resultados de este escrutinio, dejar sin efecto, o cambiar, en su caso, parte de ellas para enmendar los errores y el galimatías jurídico que propiciaron. Entre otras:
1. Corregir la incoherencia contenida en el apartado III del artículo 3º, que postula un régimen laboral de excepción para el magisterio, al mismo tiempo que afirma que salvaguardará los derechos de los trabajadores, contenidos en el artículo 123 y la Ley Federal del Trabajo. La contradicción en el párrafo citado, y entre distintos mandatos de la Constitución, es nítida. 2. Sin aceptar, de ninguna manera, vicios tales como la herencia o venta de plazas, se impone analizar el sistema de asignación de puestos basado en el mérito (se ha confundido mérito con logro) y con base en el fetiche de la meritocracia, se reparten horas y lugares de trabajo sin atender a las necesidades de los alumnos y la diversidad el país. Es preciso encontrar, mediante un estudio muy fino, modalidades de asignación de responsabilidades que no sean regresivas (la “mejor” profesora a la “mejor” plaza, lo que perpetua la desigualdad), y que no estén alteradas por la oferta de espacios docentes por parte de las secciones sindicales o las autoridades, para favorecer a sus predilectos. 3. Eliminar el carácter laboral del proceso de evaluación, para conducirlo a un instrumento de mejora de tareas del magisterio. Deshacer la confusión entre evaluación y supervisión del trabajo, para propiciar el cumplimiento y rendición de cuentas de los docentes y las autoridades. 4. Diseñar un esquema de carrera profesional relevante, que no se base en el miedo a perder el trabajo, sino en el impulso a su iniciativa, creatividad y responsabilidad colegiadas.
¡Pero esto implica modificar la Constitución! Sí, y no hay problema: ¿acaso para producir este desaguisado no lo hicieron? ¿Derogar? Sí. En la democracia es una atribución del Congreso. Hay que llegar, por medio de una revisión a fondo de lo realizado, hasta donde sea necesario, pues lo que está en juego es la transformación educativa que el país requiere, y no reducirla, como se hizo en 2013, al control autoritario del profesorado. La reforma educativa está pendiente y hay que derogar, sí, lo que la impide.
Profesor del Centro de Estudios
Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@ colmex.mx
@ManuelGilAnton