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México vive una grave crisis de seguridad por la incidencia del crimen organizado y sus actos de violencia. México también vive una crisis de derechos humanos por las políticas erradas que desde hace años se implementan para combatir a las organizaciones delincuenciales. El advenimiento de un nuevo gobierno alienta la esperanza de que se implementen medidas que, a la vez que respeten y aseguren los derechos humanos de todas las personas, sean también más eficaces contra el crimen organizado. Sin embargo, al menos en este tema el nuevo gobierno viene dando pasos en falso. Ahora, el Congreso, con auspicio del Ejecutivo, se encuentra en un debate que se apresta a modificar la Constitución para ampliar los delitos para los cuales se aplicará la prisión preventiva automática (“oficiosa”) de los indiciados.
El proyecto de enmienda del artículo 19 constitucional es una mala idea, tanto desde el punto de vista de la eficacia de la lucha contra el crimen, como de la vigencia de derechos fundamentales en un régimen democrático. Su aprobación violaría las obligaciones internacionales de México en materia de derechos humanos, por el sólo hecho de la falta de adecuación de las normas del derecho interno a tales obligaciones. La norma constitucional ya vigente, al consagrar la prisión preventiva oficiosa para ciertos delitos de grave repercusión social, es contraria a las normas vinculantes del Derecho Internacional, como ya lo han hecho saber los órganos de interpretación autorizada de tratados como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. La intención de extender esa figura procesal a nuevos delitos no hace más que agravar la situación.
La prisión preventiva oficiosa contradice en forma directa el principio de que la prisión preventiva debe ser la excepción y no la regla. Para las personas que no han sido condenadas, la regla debe ser la de esperar en libertad la sentencia, esto en congruencia con el principio fundamental de presunción de inocencia. Por cierto que se trata de una regla que reconoce excepciones ante determinadas situaciones, como por ejemplo la probable incomparecencia del acusado al juicio y ante lo cual puede proceder la prisión preventiva. Pero estos supuestos de prisión preventiva deben evaluarse caso por caso a la luz de dichas situaciones, y precisamente esa evaluación se hace imposible con la prisión preventiva oficiosa.
En México, como en muchos otros países, la demora judicial convierte a la prisión preventiva en una pena anticipada. Para este castigo (que lo es aunque se proclame la presunción de inocencia) no hace falta probar la culpabilidad sino sólo un mínimo de prueba que desplace la presunción de inocencia. Cuando al cabo de años se absuelve al imputado, el “castigo” ya se ha cumplido, aunque la ley diga, cínicamente, que la imputación y los años de cárcel no afectan el buen nombre y honor. Por ello, razones elementales de justicia aconsejan hacer un uso muy restringido de la prisión preventiva. Pero también razones de política criminal imponen la obligación de buscar medios lícitos y probadamente más eficaces para la lucha contra la criminalidad. México debe impulsar el uso más asiduo de la libertad provisional a la espera de juicio, con medidas modernas para garantizar la comparecencia de los acusados y reducir la posibilidad de fuga.
La enmienda constitucional que se propone va en desmedro de la independencia e imparcialidad del Poder Judicial, porque la determinación de la necesidad de imponer medidas restrictivas de la libertad debe hacerla el juez en atención a todas las circunstancias del delito y del presunto delincuente. En cambio, la norma constitucional priva al juez de toda discreción en la evaluación de las circunstancias y lo obliga a imponer la prisión preventiva exclusivamente en función de la calificación que se haga de los hechos, si los mismos constituyen prima facie uno de los delitos enumerados.
Las objeciones más importantes a este proyecto de reforma constitucional se refieren a las consecuencias previsibles, aunque no queridas, de esta expansión de los poderes del Estado contra los derechos de las personas. En México se ha generalizado el uso de la tortura para obtener confesiones y otras pruebas, especialmente en los momentos iniciales de la privación de libertad. Para la prisión preventiva, no hace falta prueba concluyente sino presunciones o indicios de la responsabilidad del imputado. Por ello, las normas procesales que se contemplan serán objetivamente una invitación a interrogar coercitivamente, en lugar de contribuir a prevenir la tortura, que debería ser una obligación de la máxima prioridad en México. También serán una invitación a manipular los hechos y la calificación de los delitos para invocar aquellos que acarrean prisión preventiva oficiosa, si lo que se busca es impedir la salida en libertad de la persona imputada. Además, la prisión preventiva automática agravará el hacinamiento carcelario que en muchos establecimientos mexicanos de detención constituye de por sí trato cruel, inhumano y degradante.
También es cierto que el público tiene razones sobradas para insistir en la seguridad ciudadana, en la lucha contra la corrupción y en una política eficaz contra el crimen organizado. Pero es responsabilidad de los legisladores y de otras autoridades promover una discusión democrática sobre cuáles son las medidas que serán eficaces y al mismo tiempo contribuyan a la construcción de un Estado democrático y respetuoso de la legalidad.
La crisis de seguridad y la crisis de derechos humanos, ambas, reclaman atención prioritaria y políticas públicas eficaces, surgidas de un debate participativo, pero sereno y cuidadoso. Sería una pena que la percepción de inseguridad –por real que sea– aliente la tentación del autoritarismo que se refleja en la vulneración de normas de derechos humanos internacionalmente reconocidas.
Profesor Residente de Derechos Humanos, Washington College of Law, American University. El autor es el ex Relator Especial de Naciones Unidas para la Tortura (2010-2016).