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En la teoría democrática se busca, y muchas veces se asume, que los electores emitan su preferencia a partir del análisis de los candidatos, sus trayectorias personales y profesionales, los objetivos que ofrecen en caso de llegar al poder y, sobre todo, los proyectos y medios para realizarlos. De todo eso puede surgir un voto racional que vincula medios con fines. En la realidad, pocos electores se conducen así, y no sólo en México, sino en el resto del mundo. Incluso el votante no alineado, que tendría más proclividad a razonar su voto (a diferencia del voto duro, que es incondicional), tiende a hacerlo por motivos emocionales; su situación económica, social o profesional puede generarle resentimiento con el establishment. Y también la esperanza de un cambio radical mueve el voto. En otros puede haber miedo al cambio con candidato en particular. De ahí que el análisis racional de los proyectos en concreto quede en segundo plano.
Eso parece ocurrir. El odio, el resentimiento y el hartazgo, por un lado, fortalecen la candidatura de López Obrador, además de la esperanza de que lleve a cabo una regeneración radical del país: crecimiento económico de 6%, becas y trabajo para millones de jóvenes, 7 millones de empleos, eliminar al cien la corrupción, terminar la violencia en tres años, etcétera. Cómo logrará tales objetivos no es cosa que interese o preocupe al grueso del electorado; mejor aferrarse a esas promesas sin preguntar cómo y desahogar el resentimiento contra los actores del establishment (la mafia del poder). Pero del otro lado también hay emociones: la desconfianza hacia la personalidad de López Obrador y el temor de que la economía, lejos de crecer, pueda sufrir nuevos embates a partir de un modelo que a muchos parece arcaico y poco viable genera una buena dosis de emotividad electoral. Igualmente, el hecho de ser los electores calificados desde el bando opuesto como “enemigos del pueblo o de México” por no coincidir con las propuestas propias o por no confiar en algún candidato y su discurso (en lugar de simplemente considerarse que tales apreciaciones son divergencias naturales) también genera animosidad. De ahí el ambiente de creciente polarización política. Los blogs políticos raramente reflejan un debate racional, con información y argumentos; con excepciones, se trata de un diálogo de sordos que sólo destila odio e insultos al por mayor. Los electores en general no buscan análisis; buscan propaganda a favor de su opción favorita.
Los candidatos saben de esta animosidad, y de ahí que pongan más énfasis en descalificar y acusar a sus adversarios (mensaje dirigido al hígado) que en explicar sus propuestas (mensaje dirigido al cerebro). Los debates entre presidentes de partido y coordinadores de campaña son más una guerra de lodo y descalificaciones personales que debate razonado de propuestas. Lo que falta por ver es si prevalece el voto del odio o el del miedo. El voto del odio se congregará mayoritariamente en la candidatura de Morena, si bien se cree que algunos de esos votos podrían ir a dar a algún independiente (aunque en tal caso sería un voto antiútil, si ninguno de ellos termina por ser competitivo, como todo indica). En cambio, el voto del miedo y de recelo antiobradorista, que quizá siga siendo mayoritario, podría fácilmente fragmentarse, orientándose algunos al PRI, otros al Frente y otros más a los independientes. Eso debido a una combinación de antiobradorismo con otro “anti-” (anti-PRI, anti-PAN o, genéricamente, anti-PRIAN). De fragmentarse el voto del miedo, el camino quedará despejado para López Obrador. Solamente si una parte mayoritaria de ese voto se congrega en quien sea el puntero frente a Amlo, podría haber otro desenlace. En todo caso, prevalece la emotividad (justificada o no) por encima de las propuestas. Eso decidirá esta elección. Ya después vendrá el análisis de las propuestas del ganador… y surgirán las sorpresas.
Analista político. @JACrespo1